Edward Biarnays (Viena, 1891 - Massachussets, 1995) pasa por ser el fundador de los modernos métodos publicitarios. Entre sus logros está el haber convencido a millones de mujeres de lo bueno que era fumar. No sólo bueno: era un acto liberador. Definió el cigarrillo en los labios de una mujer como “una antorcha de libertad”. Hoy se sabe no sólo que fumar no convierte a nadie en libre, sino que además le corroe los pulmones. Pero así son las cosas.

Los publicitarios del prusés (que también venden como bueno algo pernicioso), se han apropiado de dos de los términos de Biarnays: antorcha y libertad. Primero encendieron unas antorchas en Montserrat y luego las bajaron a Barcelona para darles otros usos igualmente liberadores: prender fuego a cuanto pudiera arder con facilidad.

Entre los independentistas defensores de la violencia hay, al menos, dos tipos de individuos. Unos son los que queman cuanto está al alcance de su mano; otros los que les proveen de argumentos que justifiquen sus desmanes. Los segundos son, en general, gente bien que no utiliza la cerilla más que para encender los puros o la chimenea. Dejan el trabajo de la chamusquina para otros menos dados a frecuentar el dominio del lenguaje.

Estos tipos, vinculados en general a nóminas públicas, se pasan el día hablando de “España, Estado fascista” o denunciando la “represión sangrienta” o sosteniendo que los catalanes (todos) viven sin poder usar su lengua (no el idioma) y obligados a dejar de lado sus costumbres. Entonces van los otros, los de la mecha larga o corta, y se sublevan frente al fascismo y combaten la sangrienta represión en nombre de la defensa de las libertades. Abren camino a la libertad, a sangre y fuego.

Los bien pagados sostienen que las llamas son purificadoras y, tras el combate, llegará el paraíso, o poco menos. Y los patriotas de a pie, muchos de ellos jóvenes y dispuestos a vivir la épica de la fundación de la nueva patria igualitaria, se lanzan a las calles armados con la gasolina que les ha llegado a través de esas palabras.

A veces la cosa se desmanda y en los enfrentamientos alguien pierde un ojo o parte de los testículos o se lleva una somanta. No es problema, porque carne de cañón hay mucha y las balas de goma nunca encuentran cuerpos nobles. Los hijos de los dueños de las palabras siempre están en otra parte a la que no llega el olor a pólvora. Quizás de excursión con su padre, accidentalmente presidente del Gobierno de la Generalitat.

Ahí está el tal Quim Torra, andando bajo el sol junto a, dice él, la gente. Se deduce que los que no están con él no son gente, se merecen pues lo que les caiga.

Dice Miquel Iceta que Torra ha puesto la independencia por delante incluso de la convivencia. Es lo que tienen los fanáticos: el fin, para ellos, justifica cualquier medio. Siempre que ese medio no sea un incordio para uno mismo. A veces, pasa y sufren: ahí están los condenados a penas de cárcel. Pero no es porque se pusieran en primera fila para recibir directamente los golpes, es porque hicieron un mal cálculo. Incluso ellos pueden ser chapuceros. Quizás creyeron que, ya que los curas de Montserrat les bendicen, Dios les ha elegido también. Pero no es seguro que Dios exista y, si fuera el caso, tampoco es seguro que los curas sean sus mejores representantes. No importa: ellos, con Torra al frente, supeditan todo al bien supremo del pueblo elegido.

El problema real, sin embargo, no es sólo Torra, es que él está rodeado de muchos “torrats”, unos subvencionados y otros a los que se ha dicho que debajo del asfalto está el paraíso y si les pasa algo, habrá mil pubillas esperándoles.