Cuando se analizan los bloques posibles en el Parlament no hay un solo analista político que tenga la tentación de incluir a la CUP en el de la izquierda. Salvo que todos sean unos ineptos, algo debe de significar este hecho. Pese a ello, la CUP se define como una fuerza de izquierdas que busca la igualdad de los catalanes. El camino más corto, sostienen sus dirigentes, es la independencia.
Como buena organización de izquierdas basa su crédito en la pureza de su ideario y de sus actuaciones. Pero son de izquierdas bajo palabra de honor, porque sus actos dicen lo contrario. Presumen de que no se corrompen ni se entregan a componendas. Nada les aparta del recto camino hacia ese nuevo Estado donde, además de no haber episodios de sequía, los ríos llevarán leche y miel. Leche catalana, claro, de las vacas de raza catalana, esa que está amenazada según una de sus correligionarias, Sílvia Orriols. El caso es que la CUP no se mancha las manos y conserva intacta su virginidad. Aunque, si bien se mira, solo por un lado.
No pactan ni pactarán con el españolismo atroz, porque son independentistas, pero no tienen inconveniente en ignorar el otro platillo de la balanza: el social, de modo que pueden pactar y han pactado y se mueren por seguir haciéndolo con partidos de derechas que recortan derechos sociales, porque son, como dicen los secesionistas, los de casa. Los otros son colonos invasores, aunque hayan nacido en Cataluña. Y en ese caso, peor aún: traidores.
Ya lo dicen sus carteles: buscan defender la tierra. Al campesino, sobre todo si no es propietario, que le den. No deja de ser otro explotador, como todos esos subsaharianos que malviven trabajando en el campo y chupando la sangre de los autóctonos.
La CUP forma parte de esa derecha que cree que el nacionalismo es de izquierdas y que hay intereses de país. Puede haber coincidencias temporales, pero, en general, lo que quiere el empresario es ganar más y una de las formas de lograrlo es pagar bajos salarios. Esos no son los intereses de los trabajadores. A no ser que sólo se reconozcan como intereses legítimos los de los ricos. Después de todo, durante muchos años el voto fue censitario, es decir, vinculado a la situación económica. Los pobres de solemnidad (hombres y mujeres) no tenían derecho a votar.
Que la CUP es de derechas se aprecia en que siempre ha apoyado a candidatos de un partido de derechas. El último, Josep Rull. Y es que son los suyos. Los demás son del diablo.
El nacionalismo, cuando no es fruto de intereses inconfesables (como Artur Mas envolviéndose en la bandera cuando un juez decidió investigar a su partido por cobrar comisiones sobre las obras públicas), se cura viajando y leyendo. Viajar permite comprobar que en otras tierras hay gente igual y que los problemas de los hombres son bastante universales. Leer facilita comprender algunas cosas. Así, y aunque sea un folleto de agitación, el Manifiesto comunista ya decía que el proletariado no tiene patria. Y se puede ver en los escasos proletarios que hay en la CUP.
Pero si prefieren la crítica de un pensador de derechas, ahí está Arthur Schopenhauer: “La especie más barata de orgullo es el orgullo nacional, pues denota en el que adolece de él la falta de cualidades individuales de las que pudiera estar orgulloso”. Y luego lo amplía: “Cualquier miserable tonto que no tiene en el mundo nada de lo que poder enorgullecerse adopta como último recurso el sentirse orgulloso de la nación a la que pertenece: con ello se siente aliviado y, en agradecimiento, está dispuesto a defender todos los defectos y necedades, que son los suyos propios”.
Lo de los intereses lo explica una frase del ilustrado inglés Samuel Johnson: “El patriotismo es el último refugio de un canalla”.