Ni el prolífico e ingenioso Carlos Arniches, el escritor y dramaturgo que elevó a su punto más álgido el género del sainete, hubiese tenido las musas suficientes para articular una pieza bufa como la que se vivió ayer en Barcelona con la tocata y fuga de Carles Puigdemont. El expresidente de la Generalitat cumplió su promesa, estuvo a la hora en el lugar designado, habló para centenares de hiperventilados y jubilados, y tras cinco de minutos de arenga logró fugarse de nuevo.

Ayer Puigdemont rivalizó mediáticamente con los Juegos Olímpicos. Gracias a la colaboración necesaria de algunos personajes, policías, políticos, y/o la impericia de los Mossos, el expresidente se esfumó. Lo hizo el día que se escapó de España en el 2017 y volvió a fumarse un puro sin que el impresionante dispositivo policial, con helicópteros y drones incluidos, acabase como un muñeco de trapo.

Como ejercicio de diversión fue óptimo, pero en Cataluña estamos ya un poco cansados de tanta tontería. Que Puigdemont no pudiese ser detenido ayer es grave. Vergonzante para los Mossos d’Esquadra, o mejor dicho, para sus dirigentes políticos y policiales. Preocupante para el gobierno autonómico y para el central -sería dramático que además planeara la idea de que el Ejecutivo permitió no detenerle para garantizar la investidura de Illa- y patético para el independentismo, que ayer tuvo una victoria burda mientras sus intereses de gobernar en Cataluña siguen desvaneciéndose tras la formalización de un nuevo presidente no independentista.

El esperpento de la fuga provocó también el hastío de miles de conductores que tuvieron que soportar horas de bloqueo en las vías de Barcelona mientras la policía autonómica atormentaba a la ciudadanía con una apabullante e inútil operación jaula. A Junts sólo le quedó el derecho a la chirigota tras una performance que deja a un estamento de Cataluña en peligro mortal: la cúpula de los Mossos no debería esperar a que Illa cambie a sus mandos para dimitir inmediatamente. Dos mossos detenidos por presunta colaboración en la fuga no es situación digna para un cuerpo de largo recorrido, pero que en los últimos siete años ha tenido que soportar dos crisis impropias para un estamento policial.

También tendrán que ponerse delante del espejo algunos representantes de Junts -Jordi Turull, por ejemplo- o algunos de sus colaboradores. Poco botín es para los suyos si la máxima acción que puede conseguir el partido independentista es un espectáculo de escapismo en lugar de influir de verdad en la política catalana. Su poderío pierde fuelle -nadie boicoteó ayer la investidura de Illa-, aunque Puigdemont siga siendo el más listo del barrio estelado.

Es tiempo de cambios profundos para que Cataluña entre en la senda de la gestión y del progreso económico. Veremos si Illa es capaz de encarrilar ese tren que de momento circula sin rumbo. Pero sobre todo es el momento para que Cataluña tenga que dejar de sonrojarse por espectáculos deleznables como el de ayer, merecedores de una medalla olímpica pero no de oro, plata o bronce. La presea de ayer es de latón y lleva inscrita una palabra: vergüenza.