Es difícil que a quien le guste el fútbol pueda disfrutar el juego del Getafe. Por orden de su entrenador, los jugadores sólo buscan destruir lo que pueda crear el oponente, apurando los límites del reglamento, confiando en la permisividad de los árbitros. Y la cosa está en que, siendo algo horroroso, ha creado escuela. En la política española (y también en otras partes) se ha acabado por imponer la táctica del Geta.
Parece ser que hay una campaña electoral en la que se llama al voto para dirigir las organizaciones europeas. Parece ser, porque sólo los antieuropeos (los que juegan a no dejar jugar) hablan de ese asunto. Los demás andan enfrascados en sacarse los ojos los unos a los otros. Los socialistas se desgañitan explicando lo peligroso que sería que ganaran las derechas; la propaganda del PP reclama el adelanto de las elecciones en España (tema europeo donde los haya); Vox se centra en criticar esencialmente al PP; Sumar intenta marcar perfil propio respecto a sus socios socialistas; Podemos está contra el universo mundo.
Ya en clave más local (porque las elecciones no son locales y tienen circunscripción única) ERC ha dado la campanada anunciando que su máxima prioridad es que haya una sardana en Eurovisión, en representación de TV3, mientras que Junts habla del corredor mediterráneo, pensando en los intereses del puerto de Algeciras. Si querían aparecer como frikis, lo han conseguido.
Excentricidades aparte, los discursos tienen todos un elemento común: el descubrimiento de un enemigo cercano y el ensañamiento con él. Se diría que los partidos han hallado, al fin, que lo que mueve a votar a buena parte de los ciudadanos no es apoyar un programa positivo de actuaciones, sino meter el dedo en el ojo a alguien. Es lo que se llama “el voto a la contra”, que tiene grandes precedentes.
En Francia, Coluche, payaso de profesión, amargó la vida a los candidatos en las presidenciales de 1981. En 1985, en Italia, Cicciolina, stríper cuando no estaba en el Parlamento, logró el acta de diputada. No tenía mucho programa, pero sí cierta imaginación. Cuando Saddam Hussein invadió Kuwait le ofreció mantener relaciones sexuales a cambio de la paz en la zona. Era una versión ad hoc del “haz el amor y no la guerra”. Hoy todos los candidatos prefieren la guerra, el palo, el “al enemigo ni agua”. Probablemente porque aspiran a recoger la irritación ciudadana. No hay que minusvalorarla: puede llevar a la desesperación e impulsar el voto a favor del más salvaje (Trump, Bolsonaro, Milei, Boris Johnson). Gente que no tiene otra cosa que prometer que acabar con los “privilegios” de los que mandan. ¡Y no es poco!
Si se analizan las elecciones catalanas se puede comprobar que, salvo en el caso de Illa, que prefiere seguir los pasos del “talante” de Rodríguez Zapatero, los demás suben o bajan en función de si votarles toca las narices a alguien. Y aun así, Illa se ha beneficiado del voto de muchos que buscaban liquidar el procés.
El descenso de ERC es, en cambio, justicia poética. Su crecimiento se produjo cuando el voto a los republicanos era la forma más directa de irritar al PP. No tenían mucho programa, como se ha visto cuando han tenido que gobernar, pero eran un incordio notable. Por una vía similar subió la CUP, que ahora ha bajado porque los independentistas cabreados tenían otro espantajo más relevante, Carles Puigdemont.
Ciudadanos llegó a ser el partido más votado en Cataluña porque representaba la oposición más directa a un independentismo desaforado. Luego, sus dirigentes no supieron qué hacer con los escaños y optaron por entregarse al PP. En votaciones sucesivas sus electores ya sabían que podían encontrar y comprar algo mejor: el propio PP, si se era de derechas, o los socialistas, para quien tuviera el corazón en el centro, con ligera tendencia a la izquierda.
A la izquierda de los socialistas, el crecimiento del voto fue también de la mano de la “indignación”. Cuando los indignados tuvieron que ponerse dignos, se dividieron entre un ala pragmática (Sumar) y los que pretenden seguir con los aspavientos hacia ninguna parte (Podemos). El problema de Podemos es que hay tanta oferta para el voto del cabreo que su mensaje queda más que diluido. Votarles ya no es señal de indignación. No molestan ni al comisario Villarejo.