Carles Puigdemont consiguió ayer sembrar de nuevo el caos en Cataluña. Había anunciado su regreso, consiguió burlar a Mossos d’Esquadra y escaparse por segunda vez en sus narices, hecho que le evita entrar en prisión. Demostró que mantiene intacto su papel de desestabilizador, pero de poco le sirvió quemar su último cartucho. Salvador Illa es ya el nuevo presidente de la Generalitat y, por mucho que se empeñara Junts, no pudo frenar la sesión plenaria en la que se impuso el llamado pacto de izquierdas.
Los neoconvergentes incluso esgrimieron los rumores de que el cuerpo de seguridad catalán había pedido la detención del secretario general de su partido, Jordi Turull, para intentar suspender la investidura. Su empeño no prosperó. Nadie había emitido ninguna orden de arresto, sólo una petición de que declarase sobre la nueva huida del líder de su formación.
Los socialistas y los republicanos tenían claro que la sesión debía continuar y los intentos de Junts de frenarla se quedaron en eso, en la anécdota de una pataleta. Incluso después de que el PSC perdiera a uno de los miembros de la Mesa, ya que David Pérez, un histórico del órgano de gobierno de la Cámara catalana, sufrió un problema de salud a primera hora del día y tuvo que ser hospitalizado. Delegó el voto en el hemiciclo, pero nunca en la historia de la Mesa se ha aplicado una decisión igual. Tampoco fue necesario, la mayoría estaba clara. Con el reglamento en la mano, a Josep Rull sólo le quedaba una opción. Y tomó la decisión aunque fuera arrastrando los pies.
Puigdemont y los suyos tomaron el control de la actualidad y llenaron titulares. Dieron un golpe de efecto, pero fallaron en lo más básico. Junts no había vencido en las urnas y tampoco consiguió articular la alianza necesaria para llegar a la presidencia de la Generalitat. Si su líder cumple ahora con su palabra, ha llegado el momento de terminar con su carrera política en activo. No es presidente de la Generalitat y ni siquiera puede ejercer de líder de la oposición, ya que sigue sin beneficiarse de la Ley de amnistía.
El Parlament volvió ayer a ser un vodevil con reminiscencias de lo ocurrido el 6 y 7 de septiembre de 2017. Los Mossos d’Esquadra también quedaron de nuevo retratados, tal y como ocurría hace siete años, en el momento álgido del procés. La credibilidad del cuerpo está de nuevo en el aire, y que tuvieran que activar la Operación Jaula, con todo lo que ello implica, explicita que la situación les superó con creces. El cuerpo de seguridad catalán está obligado a abrir un nuevo periodo de reflexión, algo propicio ante el cambio de ciclo político en Cataluña.
Y es que, más allá del ruido generado por Puigdemont y los suyos, esto es lo que indicaron las urnas en mayo primero, y la votación de investidura que tuvo lugar en el Parlament ayer después. Cataluña ha abierto una nueva etapa y Salvador Illa, el líder tranquilo que saltó a la fama con el coronavirus, es ya el nuevo presidente de la Generalitat. Con el PP de Alejandro Fernández como el gran opositor, por interés de Madrid y pese a ser la cuarta fuerza política del hemiciclo catalán. Al menos, hasta la refundación de los neoconvergentes que ahora, con la nueva legislatura en marcha, llegará más pronto que tarde.
“Cataluña tiene que mirar adelante, no puede perder el tiempo y debe contar con todo el mundo”, afirmó el socialista en su discurso de investidura ante la Cámara catalana, donde el tono sosegado y conciliador fue, de nuevo, su máxima. Ahora, toca llevarlo a la práctica; ajeno a pataletas y golpes de efecto que se quieran llevar a cabo.