Los economistas, profetas de nuestro tiempo, vuelven a conjugar el lenguaje aciago del Apocalipsis, un código hermético y, justamente por eso, impío, mientras la agenda política se inunda con un caudal de (malas) noticias que hablan de nuevas ruinas cuando todavía no hemos salido –aunque parezca lo contrario– de los quebrantos asesinos de la pandemia. Si nadie se acuerda a estas alturas de la crisis de 2008 –aquella inmensa burbuja inmobiliaria que se transformó en un crack financiero, dejando a su paso tragedias sociales y provocando la resurrección del populismo– se debe únicamente a que desde entonces las calamidades se suceden con la misma insistencia que la lluvia. Contradiciendo el verso de Borges, las precipitaciones ya no acontecen en un pasado mágico, sino que son nuestro perpetuo presente.

Vivimos una nueva normalidad de alambres y espino. Esta semana la inflación ha vuelto, como una pesadilla surgida del pasado, esa realidad que según los adanistas no existe porque es pretérito, a los niveles de mediados de los años 80, cuando la España del socialismo temprano consumó el viejo sueño de Ortega y Gasset de volver a reconciliarnos con Europa. La coincidencia no se limita a los dígitos con los que calculamos el encarecimiento de la vida. Es también de índole cultural: desde hace 15 años todos los indicadores fiables muestran que el país vive una suerte de retroceso (acelerado) en términos políticos, económicos y sociales, como un ratón atrapado en la velocidad quieta de una rueda que gira sin descanso.

La mayor subida de precios en España desde 1985, hace casi cuatro décadas, ha instalado en la conciencia general una sensación de zozobra –el alma comienza en el bolsillo– como no se conocía desde hace varias generaciones. Todos somos ya más pobres, aunque para algunos esto suponga una molestia y para otros –la mayoría– signifique el derrumbe de una creencia ancestral: trabajar era lo que permitía sobrevivir. El mundo que habitamos evidencia lo opuesto: tener un empleo ya no es sinónimo de bienestar. Todo un cambio de era.

Nuestra inflación es ahora mismo superior a la media de la Eurozona –dos puntos más– sin que hayamos llegado a alcanzar la convergencia. España parece un Estado fracasado. No declaramos el default en 2008 gracias a la UE, pero ya no es tan seguro que el escudo de asistencia continental pueda resistir un ataque tan intenso como la combinación del encarecimiento energético, la subida de los alimentos y una guerra (Ucrania) que alumbra una situación geopolítica que también parece más propia de los años 80 que de este milenio. La tecnología que nos rodea proyecta una sensación engañosa de riqueza material: tenemos móviles pero, sin embargo, no contamos con los recursos suficientes para pagar la gasolina, el gasoil o la energía, que va camino de convertirse en un lujo asiático.

Los economistas cifran en 16.700 millones de euros –se dice pronto– el agujero inmediato que la subida de precios ha provocado en las economías familiares, que tienen que pagar 880 euros más que hace un año por los mismos productos, obteniendo estos recursos extra de sus ahorros, si es que existen. Las empresas se enfrentan al descenso del consumo y al encarecimiento de costes. Los expertos pronostican la posibilidad de que veamos restricciones energéticas, dada la situación del mercado del gas y la electricidad. Ya no es una distopía que los alimentos básicos se encarezcan. Está sucediendo.

En dos años, recién constituido el gobierno de coalición entre el sanchismo y UP, el coste de la vida ha pasado del 0,9% a situarse casi en un 10%. Si a esto le sumamos los muertos por el coronavirus –103.000 en España; 11 millones en el mundo– y la nueva era del expansionismo ruso, que nos sitúa ante el riesgo de una Tercera Guerra Mundial, no parece fantasioso empezar a dar credibilidad a los pronósticos del Antiguo Testamento, que advertían de la necesidad de expiación al tiempo que anunciaban calamidades infinitas. Es probable que a partir del verano el BCE, siguiendo la senda establecida por la FED norteamericana, empiece a encarecer los tipos de interés, lo que introducirá un elemento más de presión sobre las economías reales, a las que el Gobierno español no ha eximido en ningún momento de una presión tributaria creciente que no se debe únicamente a la pandemia, sino que prioriza los intereses partidarios –garantizarse el voto de funcionarios y pensionistas– sobre los generales.

En España, las rentas del trabajo real se desvían para prolongar un nivel de gasto público insostenible –en buena medida consecuencia de la arquitectura autonómica– que no garantiza servicios públicos de calidad. Que el Gobierno hable de un pacto de rentas –emulando los famosos acuerdos de la Moncloa– es tan ingenuo como creer que la reforma laboral, esa capilla sixtina de la vicepresidenta de la escucha activa, va a solventar la precariedad laboral. Ya no se contrata a (casi) nadie. Al menos, en términos tradicionales. Muchísimas empresas –somos un país de pymes– no pueden sobrevivir debido a la inflación y otras, las más grandes, externalizan el empleo –vía prejubilaciones– que sustituyen con autónomos o subcontratando, ahorrándose costes sociales y eludiendo las indemnizaciones por despido.

La situación social, como evidencian la huelga de transportistas o las protestas del campo, empeora. Irá a peor. La respuesta del gobierno es mantener la presión fiscal, generalizar el endeudamiento y llamar ultraderechistas a los subcontratados, como si la ideología –en un país democrático– fuera un obstáculo para negociar problemas de Estado. “La verdad está en inglés”, cantaban Los Relicarios. Basta leer la prensa internacional, escrita en el idioma de Shakespeare, para descubrir que en Europa vivimos en el ojo de un huracán que preludia nuestra decadencia. No es una tormenta. Es un temporal.

Nos gustaría ser optimistas, pero no podemos. Por carácter y por realismo. Nuestro último asidero es el sarcasmo de los versos que don Nicanor (Parra) escribió para su Obra Gruesa antes de la crisis del petróleo de los setenta: “Alza del pan origina nueva alza del pan / Alza de los arriendos / Provoca instantáneamente la duplicación de los cánones / Alza de las prendas de vestir / Origina alza de las prendas de vestir. / Inexorablemente / Giramos en un círculo vicioso. / Dentro de la jaula hay alimento. / Poco, pero hay. / Fuera de ella sólo se ven enormes extensiones de libertad. Bienvenidos al gran déjà vu.