Hay que admitirlo. Los convergentes siempre han sido buenos en eso del eufemismo --derecho a decidir--, la épica --Ítaca-- y los lemas propagandísticos. Aunque en este caso, lo de Un govern per fer, un govern per ser, el título de la conferencia de Jordi Sànchez, ha venido a demostrar que, por mucho que en Junts per Catalunya (JxCat) vayan de apóstatas de CDC --entre otras cosas, para librarse de las reclamaciones patrimoniales del caso Palau--, la impronta pujolista se mantiene.

También son hábiles en eso de crear estructuras y superestructuras de Estado. O de gobierno. O ambas cosas. El Consejo para la República conjuga ambas: “gobierno en el exilio” y “estado mayor independentista”.

Parece que este órgano creado a mayor gloria de Carles Puigdemont, esto es, a la medida del fugado, se ha convertido en el principal escollo de las negociaciones para formar gobierno entre ERC y JxCat. Con sede en Waterloo, es decir, a más de 1.000 kilómetros de Cataluña, el Consejo fue creado oficialmente en octubre de 2018 con honores de Estado para Puigdemont en el emblemático Saló Sant Jordi del Palau de la Generalitat, donde habitualmente toman posesión el presidente y los consejeros del Govern. Desde entonces, ese Consejo ha ido de derrota en derrota hasta lo que JxCat considera que debe ser la victoria final: es decir, torpedear el acuerdo entre el primer Ejecutivo catalán con amplia mayoría independentista, 74 diputados, gracias al 52% de los votos obtenidos en las elecciones del 14F.

De derrota en derrota, porque ese Consejo no ha logrado ni la financiación suficiente, vía cuotas, ni el reconocimiento internacional ni la adhesión de ERC y la CUP. Así se constató en diciembre pasado, con el plante de los republicanos a la Asamblea Fundacional de Representantes de dicho Consejo para la República, llamada a ser el gran acto de reivindicación de la unidad independentista, y el desmarque de los antisistema, que solo acudieron como observadores.

Meses antes, en vísperas del gran mitin de Puigdemont en Perpiñán (Francia), dimitía la presidenta de la delegación francesa del Consejo para la República, Júlia Taurinyà, quien alegó “motivos ideológicos”, aunque en realidad el motivo de la espantá era la estrategia unipersonal del fugado.

Una estrategia que se mantiene hasta hoy, hasta el punto de boicotear la formación de un gobierno que apunta a Tsunami, a Dragon Khan, a Vietnam y a todo apelativo convulso que se quiera utilizar. JxCat aprieta con la necesidad de que el “presidente legítimo” tenga un papel protagonista en ese nuevo Ejecutivo autonómico, mientras que Esquerra se resiste ante ese sector duro neoconvergente, que siempre estuvo dispuesto a reventar el acuerdo. Lo de menos para estos enemigos condenados a entenderse --porque así lo ha decidido Pere Aragonès--, es que sus peleas aporten más inestabilidad, incertidumbre y bloqueo a una sociedad catalana que ya dio señales de fatiga con una alta abstención el 14F.

De Esquerra al menos conocemos un programa social y económico, impracticable o no, sumiso o no a la CUP. Un programa que el número 3 de la lista de JxCat, Joan Canadell, rechaza hasta el extremo de asegurar que no formará parte de un Govern que aplique esas medidas --aunque nadie había pensado en él como conseller--. Pero de los neoconvergentes desconocemos sus planes sectoriales. Siguen enrocados en la idea de que, primero la independencia, y después ya se verá. Lo cual abunda en su ideario infantiloide, según el cual, la clave de la felicidad reside en romper con España.

Muchos lo creen, aunque luego exigen subvenciones, plazas de funcionario del Estado y gestionar los fondos europeos. Cómo y de qué manera se gestiona un país “distrae de lo importante”, como decía el desaparecido Eduard Pujol. La transversalidad de JxCat, como antes el procés, lo cubre todo, pretenden algunos. Y el papel lo aguanta todo, dicen otros. Y el preacuerdo de ERC y CUP pinta bien en algunas cosas --dedicar un 25% del presupuesto en Salud a la atención primaria, por ejemplo--, pero en otras se impone el ideario cupaire, como la revisión de un modelo policial del que no conocemos propuestas alternativas más allá de cuestionar el uso de balas de foam.

Que Esquerra ciña la nueva legislatura a dos años, para luego quitarse la grasa identitaria --tras la concesión de indultos y el despertar de una crisis económica ahora adormecida con fondos europeos-- parece arriesgado. De nuevo, el papel todo lo aguanta. Pero esa provisionalidad no aporta la estabilidad que sectores económicos y sociales exigen.