Una de las incógnitas que debía resolver el 10N era cómo quedaba el asunto catalán. Con los resultados en la mano, y a riesgo de parecer pesimista, la controversia que nos ocupa desde hace años queda políticamente más enquistada y existen menos ventanas de solución abiertas que un día antes de la cita electoral.
El independentismo se ha impuesto de nuevo. No lo suficiente para dar el zarpazo secesionista que llevan años intentando, pero sí para sumar un diputado más en el Congreso: de 22 a 23 escaños. La mejora de esa representación parlamentaria amplifica su voz, aunque los votos son en esencia los mismos: algo más de 1,5 millones de ciudadanos catalanes que de nuevo apoyaron con sus papeletas a ERC, Junts per Catalunya o las CUP.
Los socialistas catalanes pierden casi 200.000 votos con respecto al 28 de abril. Sintomático. Son sufragios que se van de forma mayoritaria del PSC a la abstención. Los que se deja Ciudadanos (casi 300.000 electores menos) son menos de los que suman PP y Vox, que juntos apenas mejoran la mitad de esa cifra. El constitucionalismo se ha movilizado hacia las urnas con poca intensidad, lo que demuestra que su capacidad de reacción está menos vigorosa que la de sus adversarios. Los votos que pierde el PSC-PSOE tampoco recalan en los Comunes, que se dejan otro centenar de miles de apoyos.
Puestos en cuarentena los pupilos catalanes de Pablo Iglesias, siempre tan ambiguos, siempre tan impredecibles y poco fiables, los independentistas suman algunos electores más que los constitucionalistas. En síntesis, la división, el fraccionamiento social y político, sigue por mitades. Y eso sucede en las urnas pocos días después de la sentencia del Supremo, después de las movilizaciones consiguientes y de los disturbios y los conatos de violencia que aparejó. Conviene constatarlo para no hacernos trampas, no sea que alguien considere que existe una solución única que pueda aplicarse como bálsamo de Fierabrás para resolver el mayor problema político de España.
Una parte importante de los catalanes pensó que si la solución interna era tan difícil quizá el arreglo que viniera de España permitiría hacer los deberes pendientes. Craso error. Los primeros en albergar esa ilusoria creencia fueron los líderes de Ciudadanos que emigraron durante los últimos tiempos a Madrid. Han fracasado allí y se han diluido en Cataluña cuando hace menos de dos años ganaban las autonómicas.
Albert Rivera después de los resultados del 10N / EUROPA PRESS
El mapa parlamentario final que nace en España del 10N no contribuirá ni un ápice a pacificar Cataluña. Podemos enrolarnos en el buenismo o jugar a las falsas expectativas, pero si difícil será un pacto para gobernar al país, más complejo se pondrá cuando esas conversaciones pongan sobre la mesa la cuestión catalana. El mismo nacionalismo que antaño jugó a la gobernabilidad española es el elemento desestabilizador más contundente hoy. La España periférica, como algunos la denominan, o la España de los nacionalismos es más potente después de estas elecciones. Vascos, catalanes, navarros, regionalistas de otras comunidades… suman un número de diputados equivalente en su conjunto a la cuarta fuerza política de todo el Estado. Y eso no es una posibilidad, sino una cifra indiscutible.
Lo de España está difícil, seguro. Pero lo de Cataluña, créanme, pinta aún peor. Y si el pacto de Estado del bipartidismo es pura ebanistería para desbloquear el país, el pacto para pacificar Cataluña es una alquimia aún más exigente. Sólo una altura de miras suficiente y unas elecciones autonómicas rápidas (los resultados pueden envalentonar a ERC para forzar su convocatoria) impedirán llevar a siete millones de catalanes al abismo más tenebroso. Este lunes, con los resultados electorales en la mano, nos hemos puesto a trabajar estando un poco peor de lo que estábamos ayer en lo político. Y eso es una mala noticia para los catalanes, con independencia de si uno se afeita cada mañana con espuma independentista o constitucionalista.