El 13 de mayo, a primera hora de la madrugada, Crónica Global tituló “Illa será ‘President’”. No teníamos una bola de cristal. Tampoco nos había telefoneado la pitonisa Lola. Resultó mucho más sencillo: con aquellos resultados en las urnas, la única posibilidad era que el presidenciable socialista acabara investido. Es más, incluso ante la eventualidad de repetir las elecciones –eso que Junts llama ahora “volver a echar los dados”–, el PSC hubiera resultado ganador por segunda vez consecutiva. Lo corroboró una encuesta que publicamos a mediados de junio. El análisis y el conocimiento del mapa político catalán desde la proximidad nos envalentonó para proyectar ese arriesgado vaticinio. Dimos muchas explicaciones a quienes lo consideraban un desiderátum, pero una muy simple sobrevolaba al resto de cabalística política. No había más: Illa o Illa.

Pues bien, Salvador Illa Roca ya es presidente de la Generalitat de Cataluña. Acertamos. El camino del dirigente del PSC para alcanzar el cargo ha sido proceloso hasta el último minuto. Por en medio se vivió la implosión interna de ERC, una negociación tensa y aventurada con los republicanos y los Comunes y, en la recta final, el último espectáculo político del infravalorado prófugo al cuadrado. Sí, a Carles Puigdemont se le subestima injustamente desde posiciones y visiones críticas con su ideario. Es un error, el de Girona es un crack. Y eso que pasó de mediocre redactor jefe de un diario local a bombero torero internacional en nombre de una porción enloquecida de Cataluña. Ande por donde guste, lo cierto es que ha protagonizado otro episodio de la historia política catalana con una interpretación que para sí quisieran muchos de los que reciben algún Goya o un premio Oscar. Un grandísimo secundario con aspiraciones eternas de principal, sin duda. Mientras, si lo prefieren sus partidarios, es ya el rey de la botifarra (corte de mangas) al Estado.

Pero un día después de la sorpresa, la pelota regresa al suelo y los catalanes a las vacaciones o el trabajo, según corresponda. Y aquí arranca lo que el propio bombero torero de Puigdemont admite resignado que es un cambio de etapa.

Illa tiene por delante enmarañados retos que abordar. Los principales van mucho más allá de los compromisos que ha sellado para su investidura, como esa financiación que hará correr metros cúbicos de tinta fresca. Cataluña tiene goteras, él es consciente, y resulta urgente reparar el tejado. Por ejemplo, normalizar la relación de la comunidad con el resto de España. Sería una excelente noticia que formara parte de sus prioridades de unir. El nuevo presidente catalán es un hombre riguroso y estajanovista. Esa condición ayudará a recomponer todo el marasmo institucional que años de proceso independentista han achatarrado: la trama ibérica de afectos, la seguridad jurídica, la fiabilidad de los dirigentes y hasta la reputación global de una ciudadanía que ni es uniforme ni se merece arrastrar etiquetas promovidas por unos secesionistas que extraviaron el oremus y salpicaron al común de los mortales.

Hay, además, una parte de la población —buena parte del voto que obtuvo— hastiada de lo sucedido en los últimos años y que desea vibrar de nuevo con su tierra. Son los que ponen en marcha el país cada mañana en las áreas más pobladas, que hace unas décadas fueron voluntarios olímpicos y que siempre han trabajado para defender su lengua y cultura, con la única condición de que no fuese impuesta ni considerada un signo de exclusión o marginación. Illa debe respetar a todo ese contingente que chapurreaba el catalán en los años en los que se asociaba esa actitud con horizontes de libertad y evitar hacer un Montilla, que es como se conoció en innumerables círculos la actitud del expresidente para hacerse perdonar sus orígenes, su lengua materna y hasta su apellido. De aquellos polvos, Ciudadanos.

La asunción de una parte del falseado relato nacionalista para obtener la investidura ha resultado útil, pero no debiera constituir una guía de continuidad. Gobernar para todos no significa hacerlo como la Cataluña más rural y carlista desea: desde un romanticismo nacionalcatólico superado en una Europa global amenazada por como esas tesis desembocan en posiciones de ultra derecha excluyentes, xenófobas y retrógradas. El Parlamento catalán tiene incluso una doble variante de esos extremos, que, añadidos a la radicalidad ultra izquierdista de la CUP, hacen de Cataluña un esperpento ideológico que requiere el urgente regreso a actitudes moderadas, propias de la zona templada de la sociedad. Ahí es donde residen la gran mayoría de catalanes, incluida una parte de los que todavía apoyan al prófugo incapaces de circular su pasión por el tamiz de la razón.

Puigdemont será el forúnculo de Illa y, por extensión, de Pedro Sánchez. De vez en cuando se inflamará y regularmente supurarán sus pretensiones políticas. Solo sus votantes pueden aplicarle la cirugía que extirpe esa infección y para eso es necesario un poco de anestesia y la esterilización completa de las zonas adyacentes. A saber: que Cataluña vuelva a funcionar, que los hospitales no cierren plantas por falta de médicos; que la enseñanza no sea la peor de España; que las infraestructuras hídricas no pierdan agua y estén dimensionadas para afrontar tiempos de sequía; que los trenes circulen en condiciones; que la energía alternativa no sea un coto de protesta de los ecologistas perroflautas y que Barcelona cuente con un aeropuerto a la altura de la urbe que aspira a ser. Son mínimos, pero máximos para quienes están acostumbrados a vivir en el victimismo de la queja. Se trata de reparaciones básicas (el servir, que diría Illa), pero que permitirán la reforma de la vivienda común.

Después habrá que ocuparse de las humedades. Haberlas, haylas. Pensar en grande y en global debería permitir que los niños catalanes también comiencen a usar el inglés en los recreos; incluso impulsar un ecosistema de comunicación que se aleje de la hispanofobia y represente la Cataluña real y plural en vez de la imaginaria y doctrinaria del nacionalismo; estaría bien, incluso, que las pymes de la comunidad recuperen el orgullo de vender allende el Ebro sin bajar la cabeza por culpa de los políticos; que nos preocupemos más los consumidores del contenido de la etiqueta, la calidad del producto o de los carteles del escaparate que de la lengua en la que se expresan; que se regule lo justo, sin excesos; en definitiva, que la política de impulso empresarial sea también un objetivo del sector público.

No será fácil. Los catalanes venimos ahora de muy atrás. Algún día habrá un economista independiente que podrá cuantificar el coste de oportunidad que han supuesto estos años oscuros, negros en ocasiones, para un territorio que ha vivido aletargado por el empecinamiento injustificado y surrealista de sus élites burguesas. Illa ha pactado con una parte de ellas para acceder al cargo, pero no debiera olvidar que serán los obreros catalanes los que le proporcionaran el hormigón necesario para apuntalar una edificación que en los últimos años se asemeja a un queso de Gruyère. Solo el impulso de su rica y nutrida sociedad civil, tan variopinta y atomizada como energética, han evitado que se pudriera.

La presidencia de Illa no será un camino de rosas, pero es un político perseverante. Si a sus oponentes –independentistas y constitucionalistas irreductibles– se les ha dado tres lustros de vida en la lucha de la ciénaga política, con resultados destructivos de sobras conocidos, el nuevo presidente necesitará una tregua de más de 100 días. Por lo menos merece disponer de una legislatura completa para reparar el estropicio que hereda.