¿Recuerdan los trágicos atentados contra las Torres Gemelas de los EEUU? Aquel 11 de septiembre de 2001 cambió parte de la vida de Occidente. El temor al terrorismo más vandálico trocó nuestras formas de relación ciudadana. Los ejércitos se hicieron más visibles. Hubo cazas y capturas. Subir a un avión se convirtió en una prueba de obstáculos y la desconfianza humana se instaló en nuestra conciencia como un modo nuevo de existencia.

Fue en Estados Unidos donde germinó aquello, pero en todas partes asumimos conciencia de que pertenecemos a un planeta de relaciones globales, tantas como seres humanos habitamos. Poco después, el 11 de marzo de 2004 los españoles tuvimos noticia de que aquella barbarie acontecida en Nueva York no era una cuestión lejana, ajena a nuestro día a día. El ataque contra los trenes de Atocha nos situó en ese marco internacional, del que por nuestra situación geopolítica no parece que vayamos a salir jamás. Este 2024 se han cumplido 20 años de aquel aciago acontecimiento y, como sociedad, hemos interiorizado la existencia de riesgos globales, la molestia que causan las prevenciones y cohabitamos con la sospecha permanente como si hubiéramos aprendido a caminar con ella.

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Benjamin Franklin, considerado uno de los fundadores, de los padres, de EEUU, combatía en el siglo XVIII el poder ilimitado desde una vocación formativa y activista (creó la primera biblioteca norteamericana) y comenzó a divulgar sus pensamientos gracias a un periódico que fundó en Filadelfia, el Pennsylvania Gazette. Antes de inventar el pararrayos o hacerse rico como impresor, acuñó algunas ideas que han gozado de largo recorrido a lo largo de los siglos. Una de ellas, y quizá una de las más controvertidas hoy, es la que decía que quienes renuncian a una parte de su libertad esencial para disponer de seguridad no merecen ni lo uno ni lo otro, ni libertad ni seguridad.

Ni los propios estadounidenses, herederos de ese categórico Franklin y los primeros en acatar cualquier restricción a su libertad, han rechistado en los últimos años ante las medidas que gobiernos y gobernantes han adoptado frente a las amenazas de carácter global que laten sobre la civilización occidental.

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El nuevo gobierno de Cataluña que preside Salvador Illa ha reservado su primer gesto nada más tomar posesión para dedicarlo al cuerpo policial autonómico. En el ambiente flotaba la reciente fuga del prófugo Carles Puigdemont, expresidente y hoy diputado de un parlamento que no ha pisado desde su huida en 2017. El día de la investidura del nuevo jefe del Ejecutivo catalán, los Mossos d’Esquadra fueron humillados públicamente por los mismos dirigentes que los convirtieron en héroes tras el atentado de las Ramblas --del que se acaban de cumplir siete años-- y que los beatificaron el 1 de octubre de aquel año cuando se celebró el butifarréndum catalán de la discordia.

La palabra de Puigdemont es la versión moderna del duro sevillano. Se comprometió en público a dejar la política si no era elegido presidente. Quizás se le olvidó agregar que la abandonaría siempre y cuando fuera amnistiado, pudiera regresar a la pastelería de Amer (Girona) y su esposa, Marcela Topor, continuara al frente del programa de televisión más caro (financiado por la Diputación de Barcelona) y menos visto de la historia de la televisión en España. A los policías catalanes, y a sus mandos hasta la fecha, que querían detenerle casi con honores, les hizo un descosido mayúsculo en su reputación. Compromiso de prófugo. Y quién sabe si la fuga la bendijo alguien más… 

Illa y Núria Parlón, la nueva consejera de Interior, se fueron a ver a la policía catalana nada más prometer sus cargos por más razones que restañar el golpe de imagen que les había asestado su adversario político. Hace algo más de un año, en la primera edición del BCN Desperta que organiza este medio junto a Metrópoli Abierta y El Español, el nuevo presidente de la Generalitat inauguró los tres días de debate y reflexión con una conferencia en la que insistió en un concepto que ha ido hilvanando con el paso de los meses: “La seguridad también es de izquierdas”. También Parlón participó en una de las mesas dando a conocer su experiencia en estas lides desde la alcaldía de Santa Coloma de Gramenet. 

Esa preocupación tiene que ver con el convencimiento, amparado en múltiple demoscopia, de que la seguridad preocupa cada vez más a los catalanes. La violencia que se narra en las informaciones diarias de sucesos, la que tiene que ver con la condición de género, la vinculada a zonas conflictivas por razones sociales y económicas, la que Vox y Aliança Catalana vinculan a los fenómenos migratorios y hasta la violencia política cotizan al alza en la Cataluña que está a punto de traspasar el primer cuarto del siglo XXI.

Prueba de la sensibilidad que el Ejecutivo entrante parece tener con este asunto puede rastrearse también en el debate electoral previo al 12 de mayo pasado en la televisión autonómica. Illa se descolgó con un golpe de efecto: designaría a Parlón para estar al frente de la seguridad de los catalanes y restituiría al arrinconado Mayor de los Mossos José Luis Trapero como nuevo director general de la policía. Podría haber anunciado quién llevaría las finanzas públicas, cuál sería su consejera de sanidad, de educación… todos ellos asuntos candentes. No, reservó la sorpresa para evidenciar que la preocupación capital de un gobierno presidido por él era la seguridad. Según cuentan, ese asunto también anduvo presente en la reciente reunión con el alcalde de Barcelona, Jaume Collboni.

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Parlón e Illa cuentan con un problema añadido al de la inseguridad que afecta al resto de grandes conurbaciones urbanas en Europa. En la comunidad policial autonómica se ha desarrollado una suerte de cuerpo parapolicial de carácter patriótico. Los más activos y beligerantes no son más de una cincuentena de agentes, que representarían apenas el 0,2% de los 18.000 uniformados. Si alguien es escéptico con esta aseveración puede escarbar en la huida franca de Puigdemont, pero también puede interrogar al expresidente del Barça Josep Maria Bartomeu sobre qué es eso de la policía patriótica. Seguro que relatará la escena del dirigente blaugrana en pelotas en los calabozos a los que fue conducido por la investigación de un supuesto sin la mínima posibilidad de prosperar en los juzgados. 

Los Villarejo catalanes existen, son igual de turbios que el comisario que andurreó por las cloacas del Estado durante los gobiernos populares y forman un auténtico contrapoder en un cuerpo policial que quiera considerarse moderno y a la altura de los tiempos. Aquí no valen buenismos socialistas ni actitudes débiles. Cortar de raíz las actitudes fascistas en el seno de la policía es hoy una obligación del nuevo gobierno. Tanto da si se envuelven en una bandera independentista o en el aguilucho. Agentes politizados son impropios de un estado democrático y de una sociedad que les otorga la franquicia de su seguridad con la confianza de que son merecedores.

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Presidente y consejera han prometido más efectivos uniformados. Perfecto. Ojalá no sea solo para diluir ese 0,2% actual de contaminación interna. Más recursos empleados en la policía deben contribuir a que los ciudadanos tengan mayor percepción de libertad en las calles de la región, nación o lo que cada quien convenga. Algunos discursos de extrema derecha que hoy mueven electorado pueden desarmarse desde prácticas rigurosas, pero severas y tranquilizadoras. El BCN Desperta de los próximos 25, 26 y 27 de septiembre debatirá también sobre esas cuestiones que nos preocupan más como ciudadanos: delincuencia juvenil, tráfico de droga, multirreincidencia, violencia de género, ocupaciones… Deseamos escuchar qué tienen que decir los expertos y los que nos administran. Conviene una puesta en común no partidaria. El nuevo presidente es filósofo de formación y debería reflexionar sobre aquello que sostenía Franklin años atrás. Un gobierno que se define progresista no puede sacrificar la libertad a favor de la seguridad, de acuerdo. ¿Pero es posible la libertad sin seguridad?