Qué es preferible, una Generalitat que deje de ser independentista o más de lo que Junts y ERC (hasta la CUP) nos han dado los últimos años? ¿Le conviene a España que Cataluña deje de ser un problema político permanente y el país se centre en lo mollar de los tiempos, riesgos, retos y oportunidades? Si la respuesta es afirmativa, la presidencia de Salvador Illa es hoy la única posibilidad para avanzar por esa senda. Y lo es a pesar de las servidumbres que deberá de abonar por los compromisos adquiridos para garantizar su investidura, que no serán menores para él y para Pedro Sánchez.
Si a las cuestiones anteriores se responde de forma negativa, hay que preguntarse qué hacer. ¿Puede Cataluña proseguir siendo el tractor español, la locomotora económica y la avanzadilla europeísta de siempre si no se toma prestada una parte de las reivindicaciones del nacionalismo durante los últimos años? Se ha demostrado que no, que la Cataluña que se ha propuesto luchar por supuestos derechos e identidades diferenciales es una comunidad autodestructora. Que las empresas que marcharon no regresan, que las oportunidades perdidas no se recuperarán y que el tiempo y las energías tampoco son una materia prima inagotable para una o dos generaciones.
Quienes con razón y esfuerzo, hasta incluso con riesgo, han defendido el constitucionalismo, la Cataluña española, deben reflexionar sobre qué sucede para que con la supuesta razón en la mano resulte imposible poner fin a un contencioso que ha permitido al nacionalismo ejercer el poder (gobernar es otra cosa) durante la última década y aún seguir fuerte en intención electoral. Cierto, hoy los defensores de la independencia están más agotados que al principio del procés, pero ese movimiento era un juego con Jordi Pujol a finales del siglo XX, un resfriado a principios de esa centuria y hoy ha capilarizado y conserva cierto vigor.
Más preguntas. Los constitucionalistas de PP y Vox qué harían para resolver el asunto si la justicia se ha mostrado insuficiente y el impulso nacionalista fue capaz de superar la ley y poner en riesgo el Estado de derecho y hasta su integridad. ¿Pueden ganar unas elecciones catalanas y formar gobierno? Sí, dirán algunos, sacar el ejército o cualquiera otra de esas soluciones radicales que hoy se antojan impropias de sociedades de amplio desarrollo democrático.
Las matemáticas no fallan, Cataluña también podría tener un presidente sin obediencia ni influencia independentista si los diputados catalanes de PP y Vox hubieran investido al líder socialista que ganó las elecciones. Si se consiguió evitar que el Ayuntamiento de Barcelona fuera territorio nacionalista en una ocasión y desalojar al radicalismo de Ada Colau con pactos inusuales, ¿por qué razón no pusieron alguna oferta sobre la mesa que evitara la negociación del PSC con ERC y los Comunes? ¿Realmente la estrategia de retornar Cataluña a la senda constitucional es estratégica para ambas formaciones políticas o solo un argumentario táctico para erosionar a Sánchez en Madrid?
La unidad que concitó el constitucionalismo catalán cuando vio las orejas al lobo del farol independentista se ha disipado como una niebla matinal. Ciudadanos ya no existe y de aquella manifestación que acongojó a los nacionalistas en octubre de 2017 apenas queda el recurso a la hemeroteca y las fotos del recuerdo. Es obvio que por aquellas fechas los nacionalistas cometieron muchos errores, bastantes de ellos democráticos a pesar de enarbolar banderas de libertad. Buena parte de ellos ha pagado o está pagando penitencia, la principal ha sido su derrota electoral. Es igual de cierto que los partidarios de la España constitucional tampoco han mostrado una astucia arrolladora. Y, en buena parte, las cesiones del PSC al nacionalismo para desalojarlo del ejercicio del poder político son atribuibles a la falta de unidad y a la incapacidad de lograr liderazgos claros entre los catalanes que también se sienten y quieren ser españoles.
El pacto alcanzado por el presidenciable socialista es una apología de posibilismo para enfrentar a un peligroso rival político como Carles Puigdemont, que se ha empecinado en sacarse el máster europeo de bombero torero. Resulta fácil de criticar no tanto por el fondo de los acuerdos que contiene (que ya veremos qué capacidad y voluntad real existe para desarrollarlos) como por la nueva compra del relato nacionalista. Esa manía socialista comenzó con los pactos de Suiza y se ha consumado en los documentos recién firmados. De acuerdo, eso es así, un peaje pagado que ojalá facilitase que Cataluña se dedicara a trabajar por su futuro y la prosperidad de sus ciudadanos. Si se recupera una parte del estímulo catalán histórico, las proclamas incendiarias se diluirían como un azucarillo. También podrá considerarse una forma de aferrarse al poder sin más, pero según cómo toree el futuro presidente de la Generalitat tendrá la oportunidad de retornar la comunidad autónoma a un carril central, alejado de la estupidez política de los últimos años.
Es probable que entre los ocho millones de catalanes cada quien presente una opinión diferente sobre cómo mirar al horizonte de futuro de la comunidad después de estos últimos años de agitación. Era Bertrand Russell quien decía que el problema de la humanidad es que "los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas". Será de agradecer que Illa siga dudando de todo, incluso de lo suscrito, en la nueva etapa que se abre en Cataluña. Su proyecto alejado del independentismo merece un voto de confianza y su figura personal se ha granjeado una reputación notable en un tiempo relativamente breve. Hoy es el mejor torero para la auténtica corrida catalana, esa que tiene lugar en un territorio que prohibió la tauromaquia. Debe presidir con valentía, sin complejos. Además, enfrente solo tiene a un bombero torero que con su detención quizá asista al último show político de relevancia en su carrera. Y, además, en septiembre, con el arranque de curso, algunas banderillas habrán cicatrizado ya y pocos recordarán la tensión que se vivió en la plaza.