Espero que nadie me lleve la contraria si afirmo que Michael O'Leary, consejero delegado de la (supuesta) línea aérea Ryanair, es uno de los tipos más detestables del panorama actual. Cada vez que lo veo por televisión, ya sea quejándose de algo o haciéndose el gracioso a base de unas muecas que justificarían su ejecución instantánea, pienso que todo ciudadano que se lo cruce por alguna parte tiene la obligación moral de partirle la cara. ¡Y solo estamos hablando de su presencia física! En cuanto a su actividad profesional, hay que reconocer que como esbirro del capital no tiene precio, pues es insuperable a la hora de maltratar por igual a trabajadores y usuarios de la cochambrosa compañía aérea que dirige con mano de hierro (el guante de seda aún no se lo ha traído Santa Claus, tal vez porque no se lo ha pedido jamás).

Estamos hablando del tipo que apuntó la posibilidad de unos aviones sin asientos en los que cabrían muchas más personas, que deberían ir colgadas de unos agarraderos en el techo, como si estuviesen en el autobús: tuvo que dar marcha atrás porque ni siquiera Ryanair estaba dispuesta en ese caso a seguirle la corriente. Su única iniciativa que se plegó a las demandas de la sociedad —o más bien, del sector políticamente correcto de dicha sociedad— fue el calendario con fotos de azafatas en bikini que publicaba cada año y que, convenientemente enrollado, tuvo que introducirse metafóricamente por el recto. Solo se le ha vencido, como pueden ver, en lo más tonto e inofensivo. En lo importante, no hay quien pueda con él.

Ahora amenaza con llevarse Ryanair del aeropuerto de Girona, que depende en gran medida de los catastróficos vuelos de dicha compañía (los billetes son muy baratos, pero se sacan de la manga infinidad de suplementos de los que el usuario se entera a última hora y, además, cobren lo que cobren, es excesivo para su actividad, que consiste realmente en el transporte de ganado). Lo más grave del asunto es que el señor O'Leary ha pillado en los últimos años más de sesenta millones de euros en ayudas públicas y subvenciones de la Generalitat. O sea: gracias por la pasta, pardillos, y ahí os quedáis. El sujeto está llevando a cabo trapisondas semejantes en los aeropuertos de Fráncfort y Montpellier, pues su puesto de trabajo lo mantiene sangrando a gobiernos y gobiernillos (como el de la Generalitat, que, con la excusa de introducir el catalán en la navegación aérea, le ha soltado a Ryanair dinero a espuertas). Así como explotando a los pilotos, a las tripulaciones y al personal de tierra. Y tratando como a una piara de gorrinos a sus sufridos clientes.

A O'Leary se la sopla todo lo que no sea el dinero que gana Ryanair y la tajada que pilla para sí mismo, que es notable. Es un esbirro de lujo, un defensor del capitalismo más inhumano y, por si fuera poco, un chulo y un matón capaz de presentarse en un ministerio español —ahora no recuerdo si el de Industria o el de Fomento— a quejarse en inglés y solicitar una entrevista con el ministro de turno a su imprevista llegada, como si fuese Elvis el día que le dio por plantarse en la Casa Blanca para pedirle a Nixon un carné de agente honorífico del FBI con el que poder dedicarse a detener narcotraficantes (con la excepción de sus proveedores, supongo).

España no debería dejarse chulear por un sujeto que sostiene aeropuertos que tal vez no deberían haberse construido jamás. A escala internacional, una compañía aérea que maltrata a sus usuarios y a sus empleados debería ser seriamente reprimida: yo no descartaría la ilegalización de Ryanair por crímenes contra la humanidad. Y nada me haría más feliz que ver al funesto señor O'Leary ante el tribunal de La Haya.