Viernes, con la bolsa española ya cerrada y los barandilleros entre la sierra y la costa. La empresa catalana Grífols hace una comunicación al mercado en la que explica que acaba de crear un miniconsejo de administración que será el encargado de velar por la OPA que preparan y cuyo objeto es sacar a la compañía de hemoderivados de la cotización bursátil. En paralelo, la agencia de calificación Moody’s explica en una nota pública que deja de calificar la solvencia de la compañía. Grífols cuenta que ha cancelado el contrato con la agencia, pero omite que en la última revisión les bajó la calidad de la deuda. Moody’s, por su parte, explica que la información disponible a la que tendrá acceso será “insuficiente e inadecuada”, razón por la que deja de examinar la empresa.

Por si fueran pocas todas esas cosas sucedidas al cierre del mercado de este viernes, de un tirón nos enteramos que otras dos consejeras de la empresa dimiten de los órganos de gobierno. Ah, y que los consejeros vinculados con la familia Grífols fundadora no estarán en esa especie de spin off del consejo que tratará de lograr que el grupo quede fuera de los focos de los mercados internacionales.

Grífols es una industria catalana notable por su producto y posición estratégica. Pero si lo que fabrica la convierte en una compañía codiciada, su origen y la gestión chapucera del entorno de propiedad familiar están a punto de convertirla en un recuerdo. Si el producto de Grífols no fuera tan sensible y necesario, que hasta EEUU la consideran una empresa estratégica en casos de tensión bélica, hoy la firma habría sucumbido de manera estrepitosa. Un excelente análisis publicado este fin de semana por el colega Marcos Lamelas establecía un paralelismo indiscutible: Grífols aspiró a ser un gigante como Inditex, pero ha estado más cerca de terminar en los infiernos como Telepizza.

¿Qué ha pasado en Grífols para que el tránsito de la gloria a la sala de espera del estercolero haya sido tan rápido? Hay tantas teorías como analistas. Existen quienes ponen el acento en la poca fiabilidad de algunas empresas catalanas de origen familiar (y se les ponen los vellos de punta pensando en Puig, Europastry y otras similares), en las que la propiedad se resiste a profesionalizar la gestión de manera completa y se atrinchera en la masía familiar mientras viven de forma cómoda como rentistas conservadores. Es difícil hablar de un capitalismo catalán moderno y global, pero sí que existe un modo regional de gestionar industrias que nacieron en entornos de familiares emprendedores y acaban engullidas por capital internacional por las diferencias entre la propiedad o su resistencia a adecuarse a los tiempos. Es la división catalana histórica. Fíjense: no hay un independentismo, sino cientos de miles. No hay una única patronal, sino decenas de asociaciones empresariales, gremios, pseudo lobbys…

Es muy posible que la figura de Tomás Dagà sea poco conocida, pero es el abogado que ha acompañado a los Grífols desde sus inicios. El letrado ha sido el artífice del entramado societario que cruza participaciones, se hace créditos entre sociedades y si es necesario invierte con un préstamo participativo en el diario Ara para cumplir con la contribución nacionalista de una familia que impulsó a Artur Mas con el procés.

Dagà es, quizás, un astuto profesional en Barcelona, pero un aprendiz en un contexto global y multinacional. El revolcón que el fondo Gotham City le dio a la gestión del grupo sigue afectando a la cotización de la compañía y es la razón de fondo por la que Grífols se ha lanzado a los brazos del fondo canadiense Brookfield para que las acciones dejen de cotizar en la bolsa y, en consecuencia, desarrollarse en un entorno de transparencia y buenas prácticas. Una OPA que hoy se antoja compleja. No habrán escuchado en los últimos días ni un solo pronunciamiento político a favor de Grífols ni de su catalanidad. Hasta los independentistas se frotan los ojos con lo sucedido.

Pese a todo, Dagà sigue al lado de la familia fundadora. Es posible que sea el único de todos los consejeros que conoce al dedillo las mil y unas triquiñuelas que se han fabricado en los últimos años desde los despachos, con su suerte unida a Víctor Grífols.

La decadencia de Grífols es una mala noticia para la fiabilidad española y un ejemplo de proceder catalán en la industria. Pone en cuestión la solvencia de las autoridades reguladoras de los mercados, hace dudar sobre cómo se edifican proyectos empresariales que acaban saliendo a cotizar en los mercados. Desde 2010, siete de cada 10 compañías españolas que han debutado en bolsa han perdido notable valor o, incluso, han sido excluidas del mercado. Casos como Solar Pack, eDreams, Telepizza, Oryzon, Prosegur Cash, Dia… son algunos ejemplos de fracasos bursátiles sonados. En algunos de ellos no había gestión ni un gran proyecto. En el caso de la firma especializada en la producción de plasma las razones deben buscarse en las estrechas miras de sus gestores y la larga ambición especulativa de sus propietarios. Si además son las mismas personas, el cóctel es explosivo y el resultado nefasto.