Cotizar en la bolsa suele resultar una maniobra muy rentable para los accionistas, pero si no se hacen bien los deberes, puede significar una auténtica tortura diaria. Un buen ejemplo de ello lo brindan estos días los consorcios catalanes Grífols y Puig, por motivos radicalmente distintos.
Ambos comparten algunas semejanzas pero también notables diferencias. Entre las primeras son de citar su carácter familiar, su trayectoria centenaria y el hecho de que sus títulos se contratan en el parquet.
Entre las segundas figura que Grífols anda sumida desde hace medio año en la crisis más grave y mortífera de su historia.
Sus desdichas comenzaron en enero, cuando el fondo bajista Gotham publicó un informe demoledor sobre las irregularidades que anidaban en los vericuetos contables de la entidad. Le acusaba, entre otras trapacerías, de ocultar deudas a destajo y de arramblar con los beneficios mediante la interposición de una mercantil sita en Holanda. Gotham concluía de forma lapidaria: “las acciones de Grífols valen hoy probablemente cero”.
Desde entonces, los cambios han estado sometidos a violentos desplomes. El saldo global arroja un batacazo del 31%. La ruina experimentada es atronadora.
La familia dueña de Grífols ha tomado todo tipo de medidas desde que estallaron los problemas. La más llamativa consistió en retirarse de la gestión y confiarla a ejecutivos ajenos externos. Con tal fin, nombró consejero delegado a Nacho Abia. Tiene fama bien ganada de rector brillante y se maneja con soltura. Pero la situación que le toca vivir es diabólica. Nadie la arrienda la ganancia.
En tan escaso periodo, Grífols se ha visto forzada a la venta de valiosos activos para sanear su situación tambaleante. Pero aun así, continúa arrastrando una deuda descomunal, cifrada en 10.000 millones. Para calibrar el importe de tamaña losa, baste señalar que la Grífols entera se capitaliza actualmente en 6.300 millones.
En este ambiente lúgubre, la empresa anunció el lunes último que celebra negociaciones con el fondo canadiense Brookfield. El objetivo sería lanzar una opa conjunta, con el objetivo de excluir a Grífols de bolsa de forma definitiva. Así, muerto el perro, muerta la rabia.
La saga Grífols controla el 30%. Otro 65% está en manos de fondos y bancos americanos. Y los pequeños inversores poseen un 5%.
Conviene señalar que la opa en ciernes todavía no está definida del todo y abundan las posibilidades de que fracase. El asunto cardinal es el precio que se ofrecerá a los consocios.
Lo peor que podría ocurrir es que, tras una revisión de los libros, Brookfield se echara para atrás y cancelara la operación. En tal escenario, se abriría el suelo bajo los pies del laboratorio.
Si finalmente llegase a buen puerto, Grífols pondría fin a casi dos décadas de presencia en las pizarras de la lonja.
Por su parte, Puig es la otra cara de la moneda. La colocación del pasado mayo entre los ahorradores privados constituyó un pelotazo glorioso para los catorce primos de la estirpe propietaria. En sus faltriqueras particulares ingresaron, entre pitos y flautas, 1.760 millones. Es de destacar que la cuarta parte de esa carretada de millones fue para Manuel Puig Rocha, en su condición de socio principal.
La evolución del cambio ha sido positiva y se anota un alza del 5% desde el estreno. La valoración completa alcanza 14.400 millones.
El exitoso trasiego se coronará con broche de oro dentro de pocos días, pues Puig va a formar parte con todos los honores del Ibex 35, el principal índice español. Se prevé que se incorpore a él a finales de julio. Ello le otorgará una mayor visibilidad en los mercados del dinero, a la par que entrará en el radar de los fondos líderes del orbe.
La vida da más vueltas que una peonza. Las dos seculares compañías barcelonesas viven hoy situaciones de signo opuesto. Grífols encarna el triste papel de los derrotados, mientras que su colega Puig navega a todo trapo en la cresta de la ola.