Aunque el fútbol nunca me ha interesado lo más mínimo, también yo me alegré, por motivos sentimentales propios de mi condición de español de Barcelona, del triunfo de la selección nacional contra la inglesa. Contaba, además, con un plus para mi alegría: el berrinche que debió sufrir el lazismo en pleno ante la victoria española. Evidentemente, ni una felicitación de cortesía hacia el país vecino por parte del gobiernillo. Josep Rull puso la guinda al pastel del bochorno con un tuit en el que felicitaba a un jubilator catalán de 86 años por haber ganado un campeonato internacional de pimpón para octogenarios.

El domingo quedó claro que hay en Cataluña un montón de gente que se siente española y que va a insistir en su actitud por difíciles que le pongan las cosas. Ya puede el sectario alcalde de Girona hurtarles la pantalla gigante para seguir el partido, que ellos se las apañarán para verlo en un bar, en casa o donde sea, como mi compadre Albert Soler, que se lo tragó en La Tahona, uno de sus abrevaderos favoritos de su ciudad natal.

Yo no vi el partido porque el fútbol me aburre, pero me enteré del resultado gracias a los berridos que me llegaban desde el exterior a mi piso de la calle Mallorca y a los petardazos que seguían a cada gol de la selección española. Hasta escuché potentes gritos de “¡Viva España!”. Puede que Rull le conceda más importancia a un torneo de pimpón para jubilados, pero una parte muy notable de la población catalana tenía mucho más interés por el resultado de la Eurocopa. Si el domingo no se acabó el prusés, poco faltó (como aperitivo, el multitudinario concierto de Estopa en el Estadio Olímpico).

Contrasta este entusiasmo español con las últimas hazañas del procesismo. Aunque los digitales del régimen la celebraron como si fuese el inicio de algo, la manifestación de la ANC de hace unos días fue un absoluto fracaso: mil y pico indepes recalcitrantes desfilando por Barcelona, encabezados por el provecto excantautor Lluís Llach, cuya relación con la realidad es cada día más oblicua.

Aunque TV3 siguió el regreso de Marta Rovira como si asistiéramos a la resurrección de Jesucristo, lo cierto es que su vuelta al terruño pasó con más pena que gloria. Una recua de políticos recibió a los héroes de la república, pero las masas no se congregaron precisamente en la frontera para recibir a la hija pródiga, que se fundió en un hipócrita abrazo con el beato Junqueras, al que no puede ver ni en pintura y al que lleva buscándole la ruina durante todas sus largas vacaciones en Suiza (por cierto, a ver cómo se sale de las acusaciones del cesado Tolo Moya de estar detrás de los miserables carteles contra los hermanos Maragall a causa del Alzheimer que sufre Pasqual).

El ritorna vincitore de Marta Rovira no es ni un regreso ni una victoria. Parece que se trata de una visita de negocios, para ver qué puede sacarle a Pedro Sánchez a cambio de hacer presidente de la Generalitat a Salvador Illa. Luego se volverá a Suiza, donde tiene escolarizada a la niña y su marido ha encontrado un buen trabajo. Y es que Suiza ha sido muy generosa con nuestros procesistas. Ahí tenemos viviendo a Jordi Cuixart, aunque ya no lo persigue nadie. Ahí está Anna Gabriel, al frente de un sindicato importante (hay que reconocerle que habla un francés excelente) y con un aspecto que no tiene nada que ver con el que lucía en Cataluña, cuando se olía el sobaco en el parlamentillo local: fue cruzar la frontera suiza y convertirse en un convincente clon de la difunta Françoise Hardy.

Ninguno de ellos se ha parado a pensar que vive en un país financieramente inmoral cuya pusilánime neutralidad no es más que una excusa para el lucro y el almacenamiento de monises, vengan de donde vengan. Metidos en su papel, aseguran que Suiza es un país democrático intachable, no como España, de donde tuvieron que huir por una futesa como intentar cargarse una nación.

Tal vez deberíamos llegar a un acuerdo con los suizos para que se hicieran cargo de todos esos sujetos que, como el personaje de la novela de Josep Maria de Sagarra, han venido a este mundo para hacernos la vida más desagradable de lo que ya es. Tengo una larga lista de aspirantes que, por nuestro propio bien, deberían rehacer su vida en la Confederación Helvética (aunque no puedan vivir plenamente en catalán –ni parcialmente, como en España– fuera del círculo estrictamente familiar). Para completarla, bastaría con un acuerdo con Senegal para que se queden con Lluís Llach, dado que en ese país nuestro héroe tiene conexiones humanitarias y sentimentales.

De momento, aunque sea mucho pedir, nuestros procesistas deberían hacer el esfuerzo de asumir que se les ha acabado el chollo patriótico, que Cataluña no es como la veían en sus sueños húmedos y que empiezan a resultar anacrónicos. Así nos libraríamos, por ejemplo, de esas declaraciones de Marta Rovira en las que afirma sin rubor que ha vuelto para terminar el trabajo iniciado en octubre del 17. ¿Pero qué vas a terminar, hija mía, cuando la única manera de que tu partido sobreviva está en no tocarle demasiado las narices al PSOE?