El título de esta columna es el de una novela del difunto escritor argentino Osvaldo Soriano. Me ha venido a la cabeza tras el fallecimiento de Marta Ferrusola, de la que no pensaba escribir nada siguiendo ese consejo anglosajón que reza: “Si no puedes decir nada bueno de alguien, no digas nada en absoluto”. He leído comentarios vitriólicos al respecto en las redes sociales –incluida la gracieta de los majaderos de Arran, que han colgado una foto de la difunta al revés y han venido a decirle que la llore su tía— y me han parecido intempestivos y, sobre todo, del modelo “A moro muerto, gran lanzada”.

Llámenme pusilánime, pero siempre me ha parecido de mal gusto celebrar la muerte de gente que nos caía mal. Cuando la diñó Franco, me emborraché, sí, pero no a modo de celebración, sino porque por aquellos tiempos tenía la mala costumbre de cocerme a diario y no iba a hacer una excepción por la muerte del Caudillo. Vamos, que lo mío no tuvo nada que ver con lo de esos valerosos conciudadanos que se bebieron la botella de champán (o, más probablemente, de cava) que se les había quedado a vivir en la nevera desde hacía años mientras ellos contribuían vehementemente a la caída de la dictadura desde la barra de Bocaccio o suscribiendo a sus hijos a Cavall Fort.

Nunca me cayó bien Marta Ferrusola, pero me ha sorprendido descubrir que quienes deberían llorar su muerte no se han matado a la hora de demostrarlo. Pienso en TV3, que se ha pulido la noticia de la manera más discreta posible, con breves informaciones sobre el funeral y los figurones del lazismo que han acudido a él. Era como si el personaje, en el fondo, les molestara porque no contribuía en nada a la supuesta épica de la causa independentista. Lo cual no sería de extrañar, dada la actitud pesetera demostrada por la buena señora a lo largo de toda su vida con la excusa de que su marido solo pensaba en Cataluña y alguien tenía que encargarse de que los hijos no fuesen por ahí con una mano delante y otra detrás.

Para los lazis más encallecidos, tengo la impresión de que Marta Ferrusola ha sido a Jordi Pujol lo que Yoko Ono a John Lennon: una especie de chivo expiatorio al que echarle las culpas de todas las trapisondas de la familia, como si su egregio marido, que solo pensaba en Cataluña, nunca se hubiera dado cuenta de que la parienta había convertido a sus vástagos en una banda criminal.

Las imágenes del funeral en TV3 mostraban a una serie de veteranos de Convergencia con cara de circunstancias, que iban porque había que ir (más algún intruso, como el consejero de Interior en funciones, Joan Ignasi Elena, con la chaqueta abrochada, pero a punto de saltársele los botones, a quien, probablemente, alguien le había prometido que caerían croquetas después de los parlamentos).

Hasta el viudo, en un discursito de diez minutos, habló de la difunta como de pasada, para acabar centrándose, como suele, en sí mismo y lamentar que no ha sabido llevar hasta sus últimas consecuencias la creencia compartida con su esposa en la fe, la esperanza y la caridad. Típico del personaje: mientras tenía a la parienta carcomida por el Alzheimer y a todos los hijos empapelados para ese juicio que le incluye y que no se celebra ni a tiros (ahora dicen que el año que viene: ya veremos), el sujeto se dedicaba a pensar en su legado político y a organizar actos de homenaje y desagravio a sí mismo. Sus fans siempre han creído que era un gran hombre y que la culpable de sus venalidades era su taimada esposa. En fin: allá ellos.

Como asegura el dicho, la vida es dura y luego te mueres. Y tus deudos no tienen ni el detalle de cantarte Marta voladora, la canción que le dedicó a la difunta el coronel Ortega Monasterio cuando a esta le daba por lanzarse en paracaídas para que sus fans, que los tenía, pudieran seguir clamando aquello de Això es una dona! Años de fanatismo, de desprecio a quien no compartía su visión de Cataluña, de racismo apenas disimulado (sus pobres críos, que no podían jugar en el parque porque todos los demás niños hablaban en castellano), de beneficiarse del régimen instituido por el hombre de su vida con sus negocietes florales y sus evasiones de capitales, de repartir misales en su condición de madre superiora… ¿Y para qué? Pues para que en TV3 te entierren con sordina y pases a la historia como la urraca ladrona que manchó la impecable reputación de un padre de la patria. Un destino triste, solitario y final.