No hay nada más misterioso que lo que acontece ante nuestros ojos. La aparente simpleza de las cosas a menudo oculta un envés inesperado. Un secreto carente de confirmación. Un misterio sin respuesta. A falta de certezas, opera la ficción, un mecanismo que intenta explicar la realidad mediante su contrario, la fabulación. A John Fitzgerald Kennedy lo asesinaron en noviembre de 1963 en Dallas disparándole en la cabeza mientras desfilaba ante la multitud: “El día que volaron el cerebro del rey / Miles estaban mirando, pero nadie vio nada / Sucedió rápido, veloz, por sorpresa / justo ahí, enfrente de los ojos de todos”, relata Bob Dylan en Crime Most Foul. La incógnita sobre su muerte pervive todavía casi sesenta años después. 

Tendemos a creer que las cosas no son como nos cuentan, sino como sospechamos que son. Lo primero acostumbra a ser cierto; lo segundo, en cambio, es bastante más discutible. Existe una abundante literatura sobre la conspiración como método de acción política. Hay libros que otorgan crédito a las ensoñaciones malignas y otros que se burlan de ellas. Entre los primeros está Las sociedades abiertas y sus enemigos, donde Karl Popper vincula las teorías de conspiración con los totalitarismos dogmáticos del siglo XX, que predicaban la existencia de complots para reforzar el espíritu tribal y justificar así su patológico deseo de exterminio. “Las conspiraciones son fenómenos sociales típicos”, sostiene Popper. Diríamos aún más: son consustanciales al hecho político

El problema, sin embargo, es que no todas las tesis malévolas son verosímiles, aunque es indudable que la mayor parte son interesadas. Umberto Eco satirizó este fenómeno en su segunda novela, El péndulo de Foucault, donde juega con los iluminados, los jesuitas, los cátaros y los caballeros templarios. ¿Qué hacer ante tal confusión? ¿Como diferenciar lo que es cierto de lo sospechado? En primer lugar, separando las hipótesis de los hechos. Y, en segundo, aplicando la navaja de Ockham: “Cuando dos o más explicaciones se ofrecen como causa de un mismo fenómeno, la explicación más simple y suficiente es la más probable, aunque no sea necesariamente la verdadera”. 

Esta filosofía del sentido común y la prudencia, que no es infalible, pero sí reduce el margen de error, es la que deberíamos usar para juzgar el exilio de Juan Carlos I, emérito de unas Españas que ya no se reconocen como tales. Días después de su marcha todavía no está claro –para muchos– qué es lo que ha sucedido realmente, si una fuga, un retiro, un destierro, el extrañamiento o unas vacaciones (pagadas).

Su decisión de abandonar el país ante el escándalo que han provocado sus insanas costumbres con el dinero, sobre las que ilustran sobradamente los documentos de la banca suiza que nadie hasta ahora ha podido desmentir, y que han sido validados de facto por la Casa Real al escenificar un contenido repudio filial, está siendo interpretada por los últimos monárquicos –esa legión de leones viejos– y por sectores conservadores como el logro de una campaña de hostigamiento contra la monarquía alimentada desde “el Gobierno socialcomunista”. Usamos el término que resulta más grato a los conspiranoicos no porque lo compartamos, sino por aquello que escribió Lope de Vega: “Forzoso es hablarle al vulgo en necio para darle gusto”. 

Según esta perspectiva, Sánchez e Iglesias son el dúo de cónsules de una inminente “república bolivariana” que todavía es un reino. Ambos habrían tramado una celada para que Felipe VI quede solo y al pie de los caballos tras el exilio de su padre. No está mal para una novela de intriga, pero parece adecuarse poco a la realidad. Los menguantes juancarlistas, ciegos voluntarios ante las evidencias, repiten que el emérito todavía no ha sido acusado ni juzgado por nada –¿acaso hace falta para pensar que su conducta no es ejemplar?–, obvian el delito fiscal que sobrevuela el caso y otorgan a Podemos una capacidad de poder semejante a la del Leviatán de Hobbes. Ante tal exageración, cabe replicar con dos razones. Primero: el emérito goza de intimidad, pero no tiene vida privada; esta cuestión, lo mismo que su matrimonio, descendencia y sucesión tienen impacto constitucional. 

La Corona es una institución unipersonal: era la efigie Juan Carlos I, no el símbolo de la monarquía, la que salía en las antiguas pesetas y presidía los edificios oficiales. Era su persona quien sancionaba leyes y decretos. Segundo: Podemos puede perseguir, siempre que no se salte la ley, como hicieron los independentistas catalanes, la proclamación de una república. Aunque lo suyo, más que cosa de todos, es mesianismo tribal. Dejaron de ser jacobinos, si es que alguna vez lo fueron, al rendirse ante los soberanistas. En una democracia no se persiguen ideas, sino delitos. Ambicionar que la monarquía desaparezca es lícito mientras se respete lo que dicta la Constitución: el jefe del Estado, mientras no cambie la Carta Magna, supuesto para el que no existe mayoría parlamentaria, es –y va a seguir siendo– Felipe VI

Alimentar la tesis de la conspiración para presentar el autoexilio regio como un ataque a la democracia es una forma burda de defender lo imposible. Nada de lo que ha ocurrido con la Corona –abdicación, repudio y exilio– hubiera pasado si Juan Carlos I hubiera cumplido con lo que exigía en sus discursos: ser ejemplar. Querer hacernos creer que el emérito cobró 100 millones de dólares como pure gift de la dinastías árabes –dinero que nunca fue declarado a la Hacienda que le ha sostenido cuarenta años y sigue pagando a su familia– es como decirnos que los reyes magos no son los padres. Un cuento para niños. 

El puro regalo para la Casa Real ha durado cuatro décadas. Consistía en la ceguera social ante su conducta, el apoyo –más allá de la ética– de los grandes partidos (PSOE y PP), el marco de la Transición, que asumió instituciones franquistas a cambio de la instauración de la partitocracia, y la piadosa bondad del destino. Todo lo que el curso del tiempo ha destrozado.