Hay una escena (memorable) escrita por Molière en El burgués gentilhombre, una de sus comedias de costumbres más divertidas, en la que Monsier Jourdain, un cuarentón ridículo que disfruta de una fortuna gracias a una herencia, movido por el anhelo de convertirse en un aristócrata de la corte, intenta ganarse, con lisonjas y organizando grandes banquetes, el favor y la estima de sus iguales, que no lo eran y tampoco podían serlo porque la nobleza no se adquiere con dinero.

Semejante pavo real –por animalizar el arquetipo creado por el dramaturgo francés– se esfuerza en adquirir modales galantes para dotarse de la apariencia necesaria. Entre ellos, la escritura de una carta de amor, que encarga a un filósofo a sueldo. Cuando este le pregunta si desea la misiva para su enamorada en forma de poema, no sabe distinguir entre la prosa y el verso, pero proclama satisfecho que nació “hablando en prosa sin saberlo”, mostrando la ridícula afectación de quienes imitan los talentos que no tienen.

Algo similar cabe decir de Pedro I, El Insomne, que, tras conocer que el juez que instruye la causa judicial en contra de su esposa –Begoña Gómez– va a tomarle declaración, ha decidido dirigir una Segunda Carta a la Ciudadanía tras la primera misiva en la que decía lo mismo que Teresa de Jesús: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”. Esto es: “Me voy, pero me quedo”.

Salta a la vista, excepto para Almodóvar, cuya sensibilidad a flor de piel es cósmica (excepto en Panamá), que el presidente del Gobierno no es ningún santo, pero nadie puede afirmar con justicia que no es un hombre enamorado y sensible. Siendo una indudable virtud, también es verdad que sus emociones no deberían ser cuestiones de Estado, ni siquiera vulgar materia gubernativa; entre otras cosas, porque en una democracia sana los asuntos particulares nunca deben condicionar la discusión pública. 

Sánchez, claro está, no opina lo mismo. Su colosal autoestima va adquiriendo con el curso del tiempo atributos napoleónicos, como si quisiera sustituir al monarca como jefe del Nuevo Estado Plurinacional. Ahora ha resuelto –dan fe las memorables dos entregas escritas– que a los españoles nos interesan troppo sus problemas matrimoniales, que comparte con todo el personal con una generosidad inaudita y una franqueza diríamos que bastante obscena. Que haga de su situación privada una cuestión general, replicando así el viejo dogma del feminismo, habrá quien lo juzgue como un hermoso gesto de humanidad, pero empieza a convertirse en una práctica insufrible, al tiempo que otorga veracidad a la tesis que sostiene que el puto amo del PSOE –según la sincera descripción de Óscar Puente, su educadísimo ministro de Transportes– va ganando cada día metros en su lento, pero sostenido ascenso hacia la cumbre de la autocracia.

Sánchez encarna la última mutación del socialismo, tras la famosa renuncia al marxismo y la posterior conversión socialdemócrata. Ha aprendido a hablar como Moisés desde el Sinaí y transmite a sus partidarios el mensaje de que es víctima de una conjura agitada por “la extrema derecha y la derecha extrema” contra su persona, su familia y la democracia misma. “¡Esto me han hecho mis enemigos malos!”. Igual que el Cid al salir de Vivar. Desde los escribas egipcios, pasando por San Pablo, Séneca, Luis Vives o Antonio de Guevara, mítico obispo de Mondoñedo, no habíamos leído nada semejante.

Las epístolas doctrinales del inquilino de la Moncloa contienen, además de una sintaxis abominable y una puntuación que induciría al suicidio a cualquier profesor (interino) de lengua de bachillerato, la firme voluntad apostólica –léase también electoral– de concentrar en su favor todo el voto sociológico de izquierda, incluyendo los sufragios menguantes de Sumar, en caída libre en su competición mortal con Lo Que Queda de Podemos, para celebrar a lo grande el gran jubileo monoteísta de la novísima siniestra española, para la que los hechos han dejado de tener relevancia (política) al ser sustituidos por los sentimientos. 

El único problema es que detrás de todo sentimental suele ocultarse un chantajista o un demagogo. O ambas cosas. Lo que el presidente del Gobierno pretende con sus insistentes misivas, cada una de ellas recibidas con el aplauso creciente de los progresistas profesionales, es una exigencia (intolerable) de impunidad para sí mismo y todos aquellos que él designe. En la última carta a los tesalonicenses ni siquiera cita a su esposa –imputada ya formalmente por el juez– por su nombre legal, sino únicamente por el nombre propio. Si en lugar de Begoña hubiera escrito Evita, la epístola laudes sería un ejemplo (preceptivo) de ortodoxa prosa peronista: efectista (en el peor sentido del término), lacrimosa y violentamente infantil. 

El presidente se ve como un mesías bíblico, aunque sin los años necesarios ni la barba requerida según la tradición. No digiere que a su alrededor no haya un círculo de impunidad que evite el control de sus actos y que se evalúe el beneficio de sus afectos. El fango que denuncia es el mismo que propaga sin cesar. No es el único. Podemos ha impreso en el sobre electoral del 9J una ilustración con Hitler, Mussolini y Franco. Al jefe de los socialistas no se le cae de la boca la palabra “ultraderecha” y la idea (íntima) de que va a pasar a la Historia por sacar a la momia del último dictador ibérico del Valle de los Caídos. 

La izquierda disponible únicamente tiene una idea: que miremos al pasado para que ella siga administrando el presente en régimen de monopolio, gracias a un relato escolar que, igual que los nacionalistas, segrega entre buenos y malos ciudadanos, impone sambenitos a cualquiera que no crea sus argumentarios y sataniza a quien discrepe ante sus decisiones. Todo esto –es cierto– parece una comedia infinita, pero, si se mira con detenimiento, en realidad se trata de un cuento de terror. Sánchez va a terminar representando al trumpismo español. Sus devotos forman esa tropa que ha reemplazado al viejo Savater por Bob Pop y, en los mítines, corean con entusiasmo: ¡Cioran ha muerto! ¡Vivan las Grecas! Laus Deo.