Juan Carlos I se ha expatriado, con una iniciativa tradicional en nuestra monarquía, pero sorprendente, dadas las circunstancias. Desde hace algún tiempo se especulaba con su salida del complejo de la Zarzuela, pero esta medida extrema que cambia sustancialmente el escenario ha sido un acierto, como parece apuntar la furiosa sobreactuación de sus peores enemigos.

Se expatría el rey emérito, expulsado por una investigación fiscal a propósito de sus manejos financieros ligados a su relación tóxica con una amante o examante, que parece ser una especie de aventurera o chantajista internacional. En los últimos meses habían sido publicadas noticias, o rumores, sobre regalos a ésta y otra mujer por valor de millones de euros. Esta clase de comportamiento, lejos de la ejemplaridad del imperativo categórico, escandaliza e indigna a los ciudadanos españoles, muchos de ellos severamente escrutados por el fisco, cosidos a impuestos, con sueldos muy bajos en proporción a los que cobran sus semejantes en países europeos contiguos, y sujetos a graves preocupaciones por el incierto porvenir inmediato y el de sus hijos.

Esa excesiva desenvoltura en el manejo de los asuntos amorosos y financieros que ha venido a arruinar la figura y el aura de Don Juan Carlos, a oscurecer para mucho tiempo su brillante ejecutoria como figura histórica y a ponerlo ante el ceño fruncido de la nación y en el punto de mira de quienes calculan obtener algún beneficio de su caída, revela un caso de senilidad, o sea, de pérdida de control de la realidad en la que don Juan Carlos vive --mejor dicho, vivía; o, por decirlo con crudeza, se sobrevivía--. Acaso un exceso de confianza. Una hibris fatal. Claro que aquí el caso humano, con ser psicológicamente interesante, es lo de menos.

Dadas sus aficiones cinegéticas, por cierto tan poco acordes con el espíritu de los tiempos y la alarma ecológica general, puede decirse que es una “pieza de caza mayor”, un gran trofeo, el que se cobran con su caída los beneficiarios de la inestabilidad de España.

Ya que la monarquía parlamentaria no es solo una institución decorativa ni un anacronismo (más o menos simpático, eso ya depende de cada uno): es el símbolo y la clave de bóveda de la refundación nacional como Estado de derecho, democrático, europeo y moderno. El principio monárquico y la restauración, encarnados en Juan Carlos I, fueron el recurso político para sacudirse el yugo de la dictadura y luego el salón donde pudieron y pudieran entenderse por lo menos en las cuestiones básicas las dos o tres Españas tradicionalmente enfrentadas con algo parecido al odio, y que si ya encuentran dificultades en aceptar que el adversario se haga cargo durante algunas legislaturas del Gobierno de la nación menos aceptarían que ocupase el intangible espiritual de la Jefatura del Estado.

La monarquía parlamentaria es aquí, y acaso en todas partes, una idea transpartidista ingeniosa y de enorme utilidad, una sutileza intangible pero robusta, igual que en el sistema de numeración decimal el cero aparenta no valer para nada pero dependiendo de su posición decide todas las potencias. De ahí que los países europeos más avanzados que no cuentan con ella tiendan a inventarse sucedáneos.

Los grandes partidos, sus consejos de sabios, son conscientes de esta calidad compleja y vital de la institución, y sabrán cerrar filas en torno al Rey, lo que quiere decir también en torno a la reina y las infantas, que conforman con él su centro nuclear, crecientemente expuesto y en peligro. Nos jugamos en ello la paz civil, y no son éstos los mejores tiempos, si es que alguno lo es, para crear incertidumbres, cerrar paréntesis históricos, para refundaciones, nuevos dispendios, polémicas bizantinas y distracciones de los retos fundamentales.

Ahora bien, los tiempos son convulsos, los seres humanos imprevisibles, la sociedad está confusa y desgarrada, no sobreabunda la inteligencia activa y no son pocos los que consideran una opción pegarse un tiro en el pie. O en la cabeza.