Una de las leyes del comercio –esa clase de relación económica que se establece entre aquellos que poseen determinadas cosas y quienes desean adquirirlas– es que el valor de una mercancía depende de un punto de equilibrio –presuntamente virtuoso– entre los afanes de una parte y las expectativas (latentes) de la contraria. Como abstracción, dicha descripción es tan correcta como fatalmente idealista. La realidad, que es indestructible, tiende a desmentirla a diario.
Cuando sucede, descubrimos la diferencia que media entre un trato justo y una estafa. Uno puede necesitar comida para sobrevivir, pero si su precio –elemento que es distinto de su coste y diferente a su valor– se torna abusivo (por ejemplo debido a los intereses particulares) es probable que termine pasando hambre. En política sucede lo mismo con una exactitud prodigiosa. ¿En cuántas negociaciones la voluntad y la igualdad se quedan fuera del marco operativo? ¿Cuántos pactos suscritos por los partidos se basan en una situación de debilidad o provocan injusticias?
Entre quienes se sientan en una mesa para repartirse lo que no es suyo, sino de todos, existe una relación de poder. La decisión del Gobierno de aceptar un sistema diferencial de financiación para Cataluña –lo que los independentistas llaman soberanía fiscal– para desbloquear la investidura de Salvador Illa como presidente de la Generalitat supone una nueva vuelta de tuerca, la enésima, de la operación resistencia de la Moncloa.
Lo que comenzase con los indultos –inmerecidos–, prosiguió con la reforma del Código Penal (malversación) y continuó con la amnistía, que asume las insidias del nacionalismo en contra el Estado e instaura legalmente la impunidad para determinados ciudadanos, prosigue con el concierto catalán y probablemente acabará con una consulta de autodeterminación (con otro nombre).
No es necesario darle más vueltas a la noria. El PSOE, convertido en una franquicia del PSC, está dispuesto a vender lo que sea menester –principios, valores, historia, patrimonio y el dogma de la igualdad– con tal de aferrarse a un poder que no le han dado los votos (Sánchez pactó: no triunfó en las generales) y que en Cataluña no ha logrado una mayoría propia y suficiente. Es difícil encontrar una situación en la que quede más al descubierto el mercado en el que nuestros gobernantes han convertido la política española.
Hay quien cree que no sería un hecho demasiado grave que los soberanistas catalanes, parte de cuyos dirigentes están prófugos de la justicia o han violado leyes, impugnen nuestro Estado social, acelerando así la obsolescencia programada de España. Semejante creencia se sustenta en la aceptación, aunque sea tácita, del sustrato que subyace bajo las doctrinas nacionalistas, entre ellas la creencia (falsa) de que son los territorios, en lugar de los contribuyentes, quienes pagan impuestos.
No es inverosímil que esta opinión pueda ser la mayoritaria en Cataluña, aunque tal estado de opinión obedezca a las décadas de ingeniería social del nacionalismo, con indudable capacidad de penetración hasta en las presuntas filas constitucionalistas. Va a ser por tanto difícil que veamos a la mayoría de la sociedad catalana anteponer los valores (constitucionales) a los intereses (económicos) particulares. Si sucediera así, estaríamos ante la más colosal victoria del independentismo, aunque su respaldo electoral sea menguante. En una democracia sin moral pública, viciada, se puede perfectamente triunfar, por los atajos del mercantilismo y el nihilismo, con poquísimos votos si existe alguien –en este caso el PSC, siempre a mitad de camino entre el constitucionalismo y el soberanismo– que los necesite.
Si la pacificación política de Cataluña –por usar los términos de la Moncloa– exige hacer naufragar el principio de cohesión social, las infinitas complicidades de Sánchez con el soberanismo no habrán sido más que actos previos de una comedia para que quienes no desisten en incumplir la ley ante la cándida mirada de la mayoría que domina el Constitucional, impongan a los demás sus deseos. La asimetría no es (ni será nunca) progresista, del mismo modo que no es de izquierdas (ni siquiera en su formulación posmoderna) defender que la sanidad pública cure sólo a quienes tienen dinero y abandone a su suerte a los enfermos que carecen de recursos.
De eso, y no de otra cosa, es de lo que estamos hablando. Poco importa que en el pasado el PP también flirteara electoralmente con esta misma cuestión, preso de esa vieja milonga que sostiene que Cataluña está por encima del resto de España. Una idea injusta lo es con independencia de donde venga. Los males multitudinarios –como sostiene el refrán– son magros consuelos para tontos. No es descartable que muchos se autodenominen progresistas, siendo –en el fondo– reaccionarios de salón. Un PSOE que acepta que las regiones con menos renta son autonomías parasitarias y que apoya que los impuestos se fijen al modo del Antiguo Régimen, según voluntad o capricho, es un partido que, como dice Savater, gobierna robando a los pobres.