“No te gobiernan textos, sino tratos”, escribió Francisco de Quevedo en uno de sus célebres sonetos satíricos contra los desmanes de la justicia y los negocios, no precisamente piadosos, de los magistrados en la España de su tiempo. El poeta madrileño, que murió sin ver resuelto el eterno pleito sobre su señorío en la Torre de Juan Abad, al cuidado postrero y piadoso de los frailes dominicos de Villanueva de los Infantes, sufrió en carne propia las arbitrariedades de los tribunales, que retorcían las pragmáticas, edictos y órdenes de la Corona –hablamos de una monarquía absolutista–, según fuera el interés en almoneda o conviniera al deseo ajeno de un tercero, a menudo a cambio de una bolsa llena de doblones.
Quevedo no fue el primero en proferir maldiciones verbales contra alguaciles, letrados y abogados. Ya existía desde antiguo una larga tradición popular, vertida en el caudal del refranero, ese monumento a la gramática parda, que censura tanto la ignorancia como la venalidad de los jueces. Cabe concluir, por tanto, que en España el estamento judicial no suscita precisamente afecto. De lo que no se guarda recuerdo, al menos en nuestra historia más reciente, es de que un gobierno, por injusto que sea, trabaje sin descanso, desde la mañana a la noche, en contra de los jueces y a favor de delincuentes condenados mediante una sentencia firme.
Ha sucedido con la ley de amnistía, descafeinada esta misma semana por el Tribunal Supremo, y también con la sentencia del escándalo de los ERE en Andalucía, borrada sin valorar ni los hechos objetivos ni tampoco las pruebas, por la mayoría (política) del Tribunal Constitucional, el foro donde también acabará llegando en algún momento la amnistía. Ambos episodios, donde se contraponen el juicio de juristas independientes, que no se prestan a la propaganda ni al interés partidario, y la arbitrariedad de los magistrados de parte, por lo general predispuestos a agradar a quien los designa para que su carrera profesional progrese aceleradamente gracias a sus vínculos con el poder, dejan ver a cualquiera que no sea ciego, o se lo haga, cómo la frontera de seguridad (democrática) entre los poderes públicos se ha evaporado en favor de una partitocracia sin tasa ni límites morales. Todo vale. Nada importa.
Cabría preguntarse en qué momento exacto la política española se transformó en este asamblearismo demagógico donde, una vez conseguida –mediante transacción fenicia– la aritmética parlamentaria mínima, aunque no se ganen las elecciones, el poder ejecutivo coloca a sus peones en los foros y atrios institucionales para que, desde ellos, actúen como el resorte que ocultan todas las marionetas. Probablemente la cosa comenzó hace cincuenta años, o incluso antes, pero es indudable que desde la entronización de Pedro I, El Insomne, la cosa ha ido a más y se acerca –de forma inquietante y peligrosa– al terreno de la autocracia.
Paul Valery dejó escrito que ningún soberano puede gobernar eternamente mediante la coerción y la violencia: “Hacen falta fuerzas ficticias”. Esto es: construir un relato para que los ciudadanos vean natural e inevitable la secular institución del vasallaje y, sin que nadie les obligue a nada, tengan claro por sí mismos, de forma espontánea, quién manda y quiénes deben obedecer. El ejercicio del mando supremo exige una combinación entre las herramientas de control social, la represión sutil y la fábula. Los socialistas caminan, igual que Fernando VI, por una singular senda constitucional que se aproxima a la Carta Magna, pero para invalidarla, no para fortalecerla.
El PSOE populista, que es el único que existe, puesto que el socialdemócrata se extinguió a pesar de la incomodidad que muestran sus antiguos patriarcas, ha hecho todo lo posible (y hasta lo que parecía imposible) para introducir dentro del corpus legal español un sinfín de caballos de Troya y células malignas que vayan consumiendo el cuerpo social y conduzcan al enfermo (nada imaginario) a la aceptación tácita de lo que venga. Sea lo que sea.
En vez de estrellas más allá de Orión, hemos visto indultos (inmerecidos) a los delincuentes del procés, el desprecio a toda la sociedad catalana que se enfrentó al independentismo, eximir de sus responsabilidades económicas y penales a quienes violaron la Constitución para embolsarle el dinero (ajeno) de los impuestos, una ley que ha sacado de la cárcel a los agresores sexuales, un protocolo (orwelliano) para impedir el consumo pornográfico –al mismo tiempo que se adoctrina sobre la libertad sexual–, una amnistía redactada por delincuentes que asume todos los delirios del soberanismo y hasta la sumisión del principio de igualdad ante la justicia a los caprichos del princeps. Toda una artillería de cambios legales que, vistos en su conjunto, expresan la voluntad del PSOE y de sus socios de conseguir una escandalosa impunidad mientras someten a la gleba a una catequesis puritana que, además, resulta insoportable.
Nada sin embargo más insuperable que la legislación aprobada en relación con el delito de malversación, donde se diferencia (penalmente) entre el afán de lucro de los ladrones y el quebranto de las arcas públicas, como si no fueran la misma cosa o entre ambas acciones no existiera una indiscutible relación de causalidad. Robar es robar, ya sea en beneficio de uno o para satisfacer la avaricia de los amigos, deudos y familiares. No deja de ser irónico, a la par que cómico, que sea esta misma cuestión la invocada por el Supremo para dejar el delito de malversación fuera de la ley de amnistía y mantener la orden de detención contra los prófugos del procés, colocando a Sánchez ante el pánico de que Puigdemont y compañía se cobren en frío la correspondiente venganza parlamentaria.
La paradoja es colosal: mientras el juez Marchena, en un auto memorable, reprueba y, en consonancia con la legislación europea, persigue el menoscabo sistemático de recursos públicos por parte de los políticos, el Constitucional, gracias a la mayoría partidaria del PSOE, que incluye a un exministro de Sánchez y al ex fiscal general del Estado de Zapatero, premia el obsceno afano paternalista de los socialistas andaluces, que en cuarenta años han pasado de prometer que defenderían a “la clase trabajadora” a organizar una industria que subvencionaba despidos para ahorrarle los costes que correspondían a las empresas, muchas solventes. No existe ningún otro país europeo, ni siquiera la grande Italia, con tantísima capacidad para autolesionarse y tolerar, sin mover ni un dedo, que los intereses personales de los políticos se impongan a los generales. Sin duda, España es diferente.