Vuelve al primer plano de la actualidad el caso Tándem, encarnado por el turbio excomisario José Manuel Villarejo. Esta semana, siete directivos actuales o anteriores de BBVA acudieron a la Audiencia Nacional en calidad de investigados.

Se trata de una pieza separada para indagar los millares de pinchazos telefónicos que Villarejo realizó sin permiso judicial. Esta sórdida operación fue financiada hasta el último céntimo por BBVA. Las escuchas ilegales alcanzaron a políticos, empresarios, periodistas y a cuantos ciudadanos puso el desaprensivo policía en su punto de mira.

Villarejo observaba la sistemática costumbre de grabar sus conversaciones con todo tipo de interlocutores. De ahí que los archivos que fue almacenando contengan toneladas de material explosivo.

De lo averiguado hasta ahora, se desprende el hecho incontestable de que BBVA pagó más de 10 millones a Villarejo por sus servicios entre 2004 y 2017. Durante ese dilatado periodo, el excomisario desempeñó innumerables cometidos. Uno de los de más calibre consistió en frenar el asalto de la constructora Sacyr al BBVA, perpetrado con el entusiasta apoyo del Gobierno de Zapatero, en plena burbuja inmobiliaria.

Para neutralizar a Sacyr, Villarejo desplegó todas sus armas, en particular la intromisión masiva en los teléfonos de los principales protagonistas del asedio.

Por la Audiencia Nacional desfiló esta semana una retahíla de individuos, acusados de los delitos de cohecho activo y revelación de secretos.

La lista de los imputados abarca a Julio Corrochano, exjefe de seguridad del banco; Inés Díaz Ochagavía, actual titular de dicho puesto; Ignacio Pérez Caballero Martínez, responsable de banca comercial; Javier Malagón Navas, exdirector general de finanzas e interventor general; Antonio J. Béjar González, exdirector general de la división inmobiliaria; Ricardo Gómez Barrero, director de contabilidad y relación con los supervisores; y Nazario Campo Campuzano, directivo de seguridad.

La inmundicia de las escuchas de Villarejo emergió en enero último, al conocerse que BBVA había ordenado el barrido a discreción de los móviles de diversas personalidades de Madrid. Tres meses antes, en septiembre, Francisco González (FG), de 74 años, había presentado la renuncia a la presidencia, de forma sorpresiva.

Ya en aquel momento llamó la atención que se marchara a casa voluntariamente. Justo él, que llevaba casi dos decenios asido a la poltrona como una lapa.

Además, en los postreros tiempos de su mandato, FG se las arregló para que el consejo de administración y la junta de accionistas modificaran los estatutos del banco hasta dos veces, con el único objetivo de prolongar su permanencia en el timón de mando.

Ello no fue óbice para que, mientras tanto, se prejubilase a millares de empleados que apenas rebasaban los 50 años.

Nada más aflorar la chapucería que nos ocupa, el nuevo mandamás Carlos Torres ordenó una auditoría. Debe de ventilarse a paso de tortuga, pues van transcurridos casi siete meses y todavía no hay noticia de resultado alguno.

Como Carlos Torres debe el cargo a Francisco González, sería una extrañeza que las pesquisas terminasen inculpando a su exjefe. Pero es evidente que FG acaparó siempre las máximas responsabilidades de la institución y no se movía un papel sin el asentimiento del capo supremo.

Sobre la testa de FG sobrevuela una lluvia de querellas interpuestas contra él y contra el propio banco por algunos de los que sufrieron los pinchazos telefónicos.

Son de citar, entre otros, Miguel Sebastián, jefe de la Oficina Económica de la Moncloa cuando se desarrollaron los espionajes; Carlos Arenillas, exvicepresidente de la CNMV; y Luis del Rivero, expresidente de Sacyr.

En septiembre, FG abandonó la cúpula del banco a toda prisa. Temía que el escándalo le explotara ante las mismísimas narices. Tal vez su salida prematura ­--pensó-- evitaría que el embrollo saliera a la luz.

Pero el desafuero ha acabado por estallar. Y poco a poco se va cerrando el círculo. La Justicia ya ha encartado a Ángel Cano, que fue “número dos” del banco. González está a un paso de la imputación.