“Sólo me sacarán del banco con una pareja de la Guardia Civil o con los pies por delante”. Esa frase, tan lapidaria como chulesca, tan española, tan pícara y propia de un lazarillo cualquiera, la pronunciaba el entonces presidente del BBVA tras una reunión matinal que mantuvimos con él tres periodistas de El Periódico de Cataluña --Joaquín Romero, Ana R. Cañil y un servidor--, y nos la obsequió como respuesta final a nuestro interrogatorio, en su despacho de la sede central del grupo financiero en Barcelona, que estaba situado en un emblemático inmueble de la Plaza de Catalunya.

Existen ocasiones en las que los humanos ejercemos como auténticos animales sin más. Esto que les narro ocurrió tal cual hace ya muchos años, una quincena para ser exactos, justo cuando Luis del Rivero, el esquizofrénico promotor que vive instalado en el miedo a la conspiración, el omnipresente Juan Abelló y el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero como colaborador necesario querían desalojar a Francisco González de la cúpula del banco en una operación diseñada para arrebatarle el control accionarial.

González, FG ese es su nombre de guerra, lo vio venir y actuó como el personaje que es: un informático gallego metido a banquero que se ha forrado varias veces en su vida, y que deseaba proseguir al frente del BBVA de manera principal por ejercer el poder económico que de allí emanaba. El poder era la razón última. El dinero que acumuló mientras tanto apenas representaba una coartada, un instrumento para tapar su dedicación. Y los instrumentos para lograrlo podían ser de cualquier signo, al margen o en paralelo a la ley, siempre y cuando permitieran la perpetuación en el poder. Primero se cargó, con razón, a una burguesía vasca esclerótica desde su refugio de Neguri, años después se quitó de en medio a José Ignacio Gorigolzarri, uno de los mejores profesionales que ha dado la banca española en el siglo XX y que hoy dirige, casi filantrópicamente, la pública Bankia.

Han sido necesarios más de 15 años para saber la verdad de lo sucedido entonces. Un comisario de policía que convierte en insignificante la caricatura cinematográfica de Torrente sobre los bajos fondos policiales es el tipo que pone negro sobre blanco temas tan diversos y subterráneos en España como las infidelidades reales, los amaños en la corrupción partidaria o las bajas pasiones de las altas finanzas españolas. FG era uno de los amigos de José María Aznar y eso le catapultó a una función con la que jamás soñó. Pero Villarrejo, el comisario que canta desde la prisión, no era de esa corte, sino que llegó por accidente y con cuatro astucias se apoderó de todos ellos.

Sorteando todas las diferencias y casuísticas propias de cada caso, lo acontecido en la política catalana guarda algunas concomitancias. Veremos si es necesario esperar otros 15 años para conocer con exactitud qué pasó desde 2012 hasta 2018 en la operación del llamado proceso soberanista. Seguro que habrá un Villarejo (de hecho, el propio comisario ha tenido algún papel colateral con los asuntos políticos de Cataluña) o similar que acabe traicionando a los suyos para salvarse en lo personal y contando las verdades del barquero.

La obsesión de algunos por preservar su posición de poder conduce a decisiones como las de FG: cambió los estatutos para proseguir al frente del banco hasta que quisiera y contrató los servicios del policía de las élites cortesanas para disponer de información reservada a su favor. Otros, los políticos catalanes, intentaron modificar las leyes sin las garantías democráticas necesarias, usaron las instituciones para sus planes y el dinero público para financiarlo. Son cuestiones distintas, con dimensiones y una trascendencia que tienen poco que ver, salvo en una cuestión: el banquero y los políticos querían seguir en el ejercicio del poder sobre los demás el mayor tiempo posible, costara lo que costara e hiciera necesario la acción más inmunda o barriobajera de cuentas se puedan diseñar. Llámenlo hacerse un Villajero o un Waterloo…