El laboratorio Grifols, de derivados del plasma sanguíneo, anda sumido desde hace tres meses en un torbellino desconcertante. A comienzos de enero, el fondo de inversiones norteamericano Gotham City Research publicó un informe incendiario sobre sus andanzas. Le acusaba de ocultar deudas, le atribuía un sinfín de trapacerías y terminaba con una sentencia lapidaria: “El valor de las acciones es probablemente cero”.

Semejante análisis desencadenó una situación infernal, todavía inconclusa, para Grifols. Este contraatacó interponiendo una demanda contra Gotham. Desde entonces la cotización de la empresa cabalga sobre una montaña rusa de violentos desplomes salpicados de alguna que otra subida.

El saldo que arrojan esos vaivenes es devastador. Desde el feroz ataque inicial, los títulos han caído prácticamente a la mitad. Nada menos que 3.700 millones de euros de capitalización se han esfumado. Los ahorradores que colocaron su dinero en la compañía experimentan un quebranto antológico.

Cuando no hay harina, todo es mohína. La pasada semana las agencias de calificación Standard & Poor’s y Fitch Ratings degradaron la nota de la entidad debido a sus malas perspectivas y a la ingente masa de pasivos que el balance amontona. Para rematar la faena, anteayer, viernes, la CNMV le advirtió de la posible imposición de sanciones por “deficiencias significativas” en la información contable publicada y por omitir los trasiegos con varias filiales y con las partes vinculadas, es decir, con la propia estirpe que mangonea el coloso.

El último ejercicio, Grifols incrementó su facturación hasta 6.600 millones, pero el beneficio cayó a la cuarta parte y se situó en 59 millones. A la vez, los débitos alcanzaron cotas astronómicas de 11.000 millones, que entrañan unos gastos financieros mareantes. Sólo en intereses y amortizaciones, el coste satisfecho ascendió a 620 millones.

El clan familiar, que controla la sociedad desde su fundación en 1909, se vio impelido a tomar decisiones drásticas con objeto de taponar la sangría bursátil. Anunció la salida de los dos directores generales Raimon Grifols Roura y Víctor Grifols Deu, hermano e hijo del anterior conducator. Devengaban una gratificación anual por cabeza de 1,7 millones.

Simultáneamente, nombró vocal del máximo órgano de mando a un profesional ajeno a los propietarios, José Ignacio Abia, quien a partir del 1 de abril próximo, asumirá el cargo de consejero delegado. Abia será el responsable de liderar la corporación, junto con el sueco Thomas Glanzmann, que ocupa la presidencia, con un sueldo de 2 millones.

El mercado ha acogido los relevos en la cúpula con un entusiasmo perfectamente descriptible. De hecho, desde que se tuvo noticia del aterrizaje del flamante primer espada, la cotización se ha dejado en la cuneta una cuarta parte de su importe.

Los entendidos achacan el desastre a varios factores. Los fundamentales estriban en las gravísimas lagunas de que adolece el desempeño societario y en el andamiaje de enlaces mercantiles urdidos para estructurar el conglomerado. Son tan inextricables que nadie acaba de entenderlos.

Gracias a ese caldo de cultivo, en Grifols han florecido prácticas contrarias a una gestión transparente y correcta. Por ejemplo, es un hecho contrastable que el grueso de las utilidades generadas por el grupo no se queda en la casa matriz. En realidad va a parar a la instrumental holandesa Scranton, dominada por miembros de la saga y poseedora de apenas un 8% de la farmacéutica.

El caso es que Scranton realiza transacciones a destajo con Grifols y, en ese ir y venir, la primera arrambla con la parte del león de las ganancias y a la segunda solo le quedan las migajas.

Tal pormenor carecería de relevancia en una firma plenamente privada, cuyos dueños no han de rendir cuentas a nadie más que a sí mismos. Pero cuando se trata de una cotizada en la bolsa, con millares de accionistas particulares, el asunto no es baladí. El montaje recuerda al vetusto dicho hispano de Juan Palomo, en versión catalana.