Mercedes Formica contra la parálisis emotiva
La escritora destacó en la lucha por la igualdad de género durante la dictadura franquista, logrando importantes avances
7 julio, 2019 00:00Hay mujeres valiosas que, por diversas razones, apenas son conocidas ni tampoco reconocidas. Es frecuente que molesten por motivos políticos o religiosos, siempre a partir de interpretaciones automáticas que impiden contrarrestar los prejuicios. Creo que este es el caso de la gaditana Mercedes Formica, que fue abogada, escritora y articulista. Nació en 1913 y falleció en 2002. Tuvo una breve e intensa manifestación política. Antes del estallido de la Guerra Civil fue delegada nacional del SEU femenino, el sindicato estudiantil falangista. Luego no llegó a ocupar ningún otro cargo político.
Rastreemos en sus escritos, en especial en sus memorias. Las compuso en varios libros, durante los años ochenta ya en democracia. Visto y vivido y Escucho el silencio son los títulos que abarcan el período que va de 1931 a 1947. Su nombre completo era Mercedes Formica Corsi-Hezode. Su padre era un ingeniero que dirigía en Sevilla la Compañía Catalana de Gas y Electricidad, nieto de Gertrudis Coronado (emparentada con la escritora liberal y extremeña Carolina Coronado, tía a su vez de Ramón Gómez de la Serna). De su madre cuenta que había sido una arpista excelente y que fue decisiva para que ella y sus hermanas llegaran a estudiar. Explica que fue la primera de su colegio en hacer bachillerato, algo que causaba rotunda "sorpresa y disgusto" alrededor. Peor fue el rechazo que recibió cuando accedió a la universidad; un ambiente aquel mojigato, estúpido, asfixiante.
Toda su familia era monárquica, pero ella no se instalaba en esa etiqueta y pensaba: “Ser republicano, en una capital de provincias, significaba una tragedia. Se les miraba como a resentidos, apartados de la vida social, considerados masones, ateos y malos cristianos”. Su espíritu crítico alcanzaba también a su educación escolar, se refería de este modo al colegio de monjas donde estudió: “Se fomentaba el orgullo de casta y el poder y la fuerza que proporciona el dinero”.
Mercedes Formica se pasó la vida buscando aclarar sus emociones. Abundando en este afán de personalidad con criterio propio, voy a citar su novela Monte de Sancha (publicada en 1950, cinco años después de la primera, titulada Bodoque). Centrada en la Guerra Civil sin referencias imperiales ni lenguaje mesiánico, se desarrolla una historia de amor entre un artista proletario y una joven de origen acomodado. Horrorizados porque la vida de un ser humano deje ya de importar, se proponían irse a un sitio donde las gentes no piensen en matarse: “Tú y yo viviremos una vida aparte, al margen de todas las luchas”. Las ideologías supeditadas, pues, a la condición personal.
En aquella odiosa contienda estallaba el desquite de muchas generaciones humilladas, “una orgía de sugestión colectiva” en la que nuestra autora veía “una masa ciega, movida por manos secretas o impulsada por la desesperación”. Lo cierto es que la unificación que Franco dictó a falangistas y requetés fue definida por Mercedes Formica como “un albondigón”. Daba cuenta de un desengaño total cuando comprendió que “Franco no salvaba a José Antonio porque no quería”. “Los falangistas verdaderos sólo teníamos --escribió-- un pensamiento: comprobar la muerte de José Antonio”. La certeza de su definitiva desaparición le produjo un desánimo infinito. Por otro lado, llegaba a la España franquista lo que denominó el momento de los conversos: “¿De dónde salieron tantas camisas azules?”. Opinó en voz alta que Falange debía disolverse: “Nadie debía aprovechar unas ideas, en trance de formación, para desvirtuarlas, sabiendo que los que detentaban el poder no creían en ellas”.
Pero no dejaba de hacerse preguntas: “¿Qué razones impulsaron al fundador de Falange Española para rechazar el modelo de sociedad democrática, cuando buscaba lo contrario de una dictadura, precisamente por haber sido hijo de dictador?”. Con respecto al antifeminismo del que luego fue acusado José Antonio, señalaba: “No es cierto. Forma parte del proceso de interpretación a que fue sometido su pensamiento”.
Es cierto que Mercedes Formica nunca se opuso con energía al franquismo, ni tampoco siguió el ejemplo de Dionisio Ridruejo, quien llegaría a estar en la oposición democrática al Régimen del 18 de julio. Pero también lo es que se abstuvo de banderías y sectarismos, fue muy elocuente cuando expresó: “¡Dios mío! ¡Qué gente buena tan mala!”. En cualquier caso, ella parecía tener muy arraigada esta idea: “Guardar lo útil y respetable. Desechar lo injusto y corrompido”.
Fijó su atención en los hebreos hispanos, cuyas obras estudió con empatía. Aludió a las particularidades de aquellas personas despegadas de la religión del Estado, y que en su ignorancia confundía con el ateísmo: “Me producían gran perplejidad, a pesar de no haber sido nunca cristiana fervorosa ni mucho menos fanática. Ahora sé que respondían a un vacío insalvable. Al negárseles el derecho a practicar sus creencias verdaderas, quedaron inmersas en sequedad, de la que un día deberán dar cuenta los católicos intolerantes”.
Cuando ella tenía veinte años, durante la República, su padre decidió divorciarse. “A partir de ese momento dejamos de vivir para limitarnos a sobrevivir, en curioso paralelo con lo que sucedía en política”. Aquel divorcio, diría años después, fue extraordinariamente cruel y no fue la solución a un problema entre seres civilizados, sino “el triunfo del más fuerte, protegido por la ley”. Su madre, ella y su hermana tuvieron que dejar Sevilla e irse a Madrid y confiesa que llegaron a padecer miseria, una experiencia paralizante. A pesar de todo, esta mujer deslumbrada por la poesía de Federico García Lorca no se dio por vencida: “En situaciones de completo desamparo, sólo puede hallarse alivio en lo que está al alcance de todos. El sol, los buenos olores de la naturaleza, el espectáculo del mar”.
En plena guerra se casó con Eduardo Llosent y Marañón, quien sería director del Museo de Arte Moderno de Madrid y que era amigo de Eugenio d’Ors. Se separaría de él, obtuvo la nulidad matrimonial y en 1962 se casó con el ingeniero José María González de Careaga y Urquijo. Mercedes Formica sostuvo siempre que no se podía gobernar de espaldas a la realidad. Su notoriedad se produjo tras su artículo en ABC El domicilio conyugal, 7 de noviembre de 1953. Denunciaba que en el Código Civil se hablara de "casa del marido" y no de "hogar conyugal", que se hablara del concepto de "depósito de la mujer" (lo que suponía, en caso de separación, tener que ir a casa de sus padres o a un convento). O que las viudas que contrajeran nuevas nupcias no podían mantener la patria potestad de sus hijos del matrimonio anterior. Todo esto que nos resulta intolerable e inaudito estaba reglamentado. Consiguió que estos artículos desaparecieran cuando el propio Franco se hizo receptivo a sus argumentos. No obstante, la plena igualdad de los cónyuges en el matrimonio no llegaría hasta 1981.
Fue tal la repercusión de su escrito fuera de España que The New York Times se hizo eco de él. Y el célebre corresponsal gráfico Robert Capa envió a Madrid a Inge Morath (quien luego sería esposa de Arthur Miller) para que la entrevistara. Como todos, Mercedes Formica tuvo que bregar con las circunstancias de su época, desventajosas en especial para las españolas, pero luchó con firmeza contra la parálisis de sus emociones. En 1974 obtuvo el premio Fastenrath (hispanista alemán) de la RAE, por su biografía La hija de don Juan de Austria.