Su antecesor, Iñaki Anasagasti, inventó los jarrones chinos, los exmandatarios alejados de la vida pública por el placer de evitar los jarrones venecianos. Y, sin embargo, el PNV es muy dado a señalar al culpable, que hoy sin duda es Pablo Iglesias, tras el fracaso negociador. El nacionalismo vasco nunca rompe un plato. Excepto el plato navarro, donde el PSN, Geroa Bai y Podemos cerraron el viernes un acuerdo para conformar un gobierno de coalición que presidirá la candidata socialista, María Chivite. El Gobierno foral también contará con el apoyo parlamentario de Izquierda-Ezkerra, que ha declinado formar parte de la coalición pero sí apoyará una investidura que necesita de los votos de EH Bildu para prosperar. Euskal Herria crece. El panvasquismo no es una novedad; hace mucho que la gran Euskadi es una posibilidad cultural --euskera e ikastolas en abundancia, parques tecnológicos conjuntos y hasta ponencias de ambos gobiernos en el exterior-- pero eso sí, ni una palabra de separatismo segregador.
En su plenitud, el nacionalismo es centrífugo. Conquista territorios, siguiendo el principio de La carta robada de Edgard Allan Poe: si quieres camuflar una cosa, hazla evidente a los ojos de todos. La bondadosa mano del PNV en Pamplona consiste en ir avanzando en su colonialismo vecinal bajo una absoluta transparencia, pero sin hablar para nada de soberanismo y anexión.
En fin, con el eufórico Aitor Esteban en el Congreso, llamándole mariachi a Rivera y bajando de la nube a Iglesias para que olvide la toma del cielo por asalto, muchos catalanes sintieron sana envidia del diputado y portavoz del PNV, que pese a sus exiguos cuatro escaños, ha salido airoso de la investidura fantasma. Aitor, con buena labia y carácter afable, las canta claras, cuando dice que la Y de la alta velocidad y la red viaria es condición imprescindible para lo que haga menester. Euskadi atraviesa uno de sus mejores etapas en lo industrial y en las estructuras del Bienestar, gracias al Concierto de las Diputaciones Forales y al rigor del Gobierno de Urkullu. Aitor ya es un ejemplo para el catalán medio refrito por el procés y convencido de que si seguimos por este camino el siguiente paso será el precipicio.
No creo honestamente que Sánchez masajee a la derecha. Nunca España estuvo tan lejos de una coalición; nunca habíamos visto un ejercicio de sectarismo tan descarado; nunca habíamos percibido semejante derrumbe, que francamente ya empezamos a intuir el día en que el veterano Luis María Anson dijo que Sánchez no quería ver cerca a Pablo Iglesias, mucho más preparado que él, porque el politólogo de la Complutense se comería al presidente en funciones con patatas. La pinza descarada de Anson tiene mala pinta, incluso a los ojos de la Casa del Rey, a la que el periodista sirve de forma leal, aunque haya disgustado a Felipe VI.
Estaba cantado el espantajo de Podemos, pidiendo en el último segundo la consulta a la militancia de escaso bagaje, con el socialismo de respiración contenida en la Rioja de la disputa. Sánchez atravesó con tristeza el día de la desgana. La fuerza prendió en el antebrazo del presidente frente al casi residual Iglesias, que no es, por más que quiere, el protagonista de la política nacional. El líder de Podemos, excitante en sus constructos verbales, desaparece cada vez que se le pide un esfuerzo dialéctico real. Ha perdido el apoyo de sus confluencias y se desmonta a gran velocidad. Domina la palabra, sin ser tampoco ningún joven Maura, pero se precipita al vacío cuando se trata de mover ficha. Podemos es un grupo de amigos como los del Il Manifesto de Rosana Rossanda; los italianos están para dar seminarios, pensar, escribir y debatir, pero con más profundidad que los chicos de Monedero e Iglesias, porque los transalpinos sí que han leído a Gramsci y los nuestros se perdieron en la doctrina posmarxista de Ernesto Laclau. Los podemitas resultan excitantes de pensamiento, pero se convierten en caricatura burlesca cada vez que se les saca de casa. No han cambiado desde su aparición descalabrada en el Congreso, aquella mañana del 2015; el día de las mamás con niños de pecho, y el pico pretenciosamente epatante de Iglesias con Domènech, que acabó siendo un toque dominguero de los años del twist.
Mientras Aitor Esteban evacuaba consultas en Ajuria Enea, Podemos perdía a Unidas. Fue también el viernes pamplonica. Garzón rompió las amarras del hombre que sacrificó falsariamente su cargo de ministro para acabar embarrancando la cosa en el último suspiro. Y el PSOE tuvo tiempo de soltarle una coz de pasada a modo de aviso. Adriana Lastra le aclaró a Iglesias desde el púlpito que las políticas activas de empleo están transferidas a las CCAA (las activas; no las pasivas, que es donde está la caja de la Seguridad Social, miles y miles de millones). ¡Casi! Ojito con el partido de Felipe, Guerra, Bambi y compañía; gastan mala gaita con el espacio que tienen a su izquierda, como recordará don Julio Anguita, referente del comunismo histórico desde que los comisarios políticos de Stalin rechazaron la anarquizante insurrección de Casas Viejas, contra la República Burguesa, en 1933. Podemos ha perdido la mitad de sus efectivos en el Congreso de los Diputados --de 71 a 42 escaños--, ha roto con sus confluencias más poderosas y ha dilapidado el poder territorial de 2015.
Aitor Esteban lo ve desde la barrera, como siempre ha hecho el PNV. La escuela de Deusto es como una teología de la liberación endomingada, a la salida de misa del altar mayor. Es experta en desandar discursos al límite sobre el fiel de la Constitución del 78, pero eso sí, cayendo siempre de pie. En vida de Xabier Arzalluz, el papa negro de la política vasca, los nacionalistas aprendieron el principio ignaciano de suaviter im modo, fortier im re (suavidad en las formas, fortaleza en el fondo). Desde entonces, lo aplican con severidad y disciplina, algo que podría haber aprendido el nacionalismo catalán, antes de caer en los infiernos del papanatismo.