Solo podrá apreciarse plenamente el regreso a la normalidad en Cataluña si paralelamente se reduce la partitocracia en las instituciones del Estado, como el CGPJ o el Banco de España.

Europa no responde con rapidez a los estímulos monetarios; no somos EEUU. Allí, la Reserva Federal pone en marcha una bajada de tipos de interés ante la ralentización del crecimiento, pero el BCE funciona con otras variables, aunque su presidenta, Christine Lagarde, haya anunciado el cambio de tercio. La tendencia monetaria en la Unión Europea va vinculada a la trilogía inflación-PIB-empleo; pero la principal variable macroeconómica, la inversión, es lo que manda en los 27, junto a la política de seguridad y defensa.

El Banco de España servirá con fidelidad los pasos del banco emisor del euro y da lo mismo que su próximo gobernador sea impuesto por el Gobierno o por la oposición. Pero si el ministro José Luis Escrivá es colocado en el organismo supervisor por Sánchez –mientras dura el cargo interino de Margarita Delgado– del mismo modo en que Mariano Rajoy nombró a Hernández de Cos, habremos perdido una gran oportunidad; volveremos atrás. Si se elige a un ejecutivo neutral –no es necesario que sea académico, pero bienvenido si lo es– la función de utilidad dará paso a la función de signo porque los signos, como los gestos, son los que se codician. Los cargos no se consumen, no son mercancías; no se desean por afán de notoriedad, sino por su potencial mágico a la hora de conferir al puesto una respetabilidad, una insignia de pertenencia en el lado elegido de la diferencia.

La parálisis institucional del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) se ha trasladado al Banco de España. Es hora de que los dos grandes partidos desplacen la competencia en materias de Estado y abracen el principio de la “rivalidad simbólica” (Pierre Bourdieu), que les distancia de la derrota inminente y la frustración.

¿Es demasiado pedir? No. Un poder suave no es un poder blando. Este es el camino que señala Salvador Illa para superar la endogamia del catalanismo convertido en pandemia extendida por el territorio siguiendo el modelo de las manchas de aceite. Las comunidades ajustadas se están convirtiendo en nuevas naciones, agregados sueltos de individuos no conectados al damero, los casos de Ripoll o de varias comarcas de Girona y de Lleida, como una nueva Yugoslavia troceada y tiranizada.

La Cataluña rural no puede desgajarse del conjunto renovado intencionalmente por el nuevo Govern de la Generalitat, entre otras cosas porque está mallada por la cultura digital de la que tantas veces habló el economista Joan Trullent, autor de Los fundamentos económicos de la transición política española.

El nuevo Govern no se propone un trazo keynesiano, como si el final de la hegemonía nacionalista tuviese que poner en marcha Las consecuencias económicas de la paz. Primero porque no ha habido ninguna guerra y en segundo lugar porque la Generalitat no tiene competencias para lanzar un new deal. Bruselas lo hizo para superar la caída abismal de la pandemia, mostrando al mundo que la Comisión es, en la práctica, el centro de gravedad de la política fiscal mancomunada, algo de lo que reniega el conservadurismo españolista de rompe y rasga. El patriotismo barato de los extremos, sean voxianos o soberanistas, nos aleja de la Unión.

En la Cataluña del procés, Barcelona fue un oasis plural contrapuesto a la cerrazón del mundo rural, donde los valores tradicionales y patrióticos van alimentados con profundas dosis mesiánicas y providenciales. Y la misma capital sucumbió en parte a la añoranza romántica de los Comillas o de sus limosneros de exorcismo y voto de pobreza. La nueva Generalitat quiere recuperar la visión exógena dispuesta a mejorar Cataluña y a contagiar cambios en España. La renuencia nacionalista ibérica llega de la oposición en Madrid con capacidad de unir a 11 CCAA contrarias a la financiación singular catalana, pactada entre PSC y ERC. La pertinaz oposición de Génova 13 trata de poner palos en las ruedas al federalismo indiscutible.   

El catalanismo del PSC defiende una visión exógena vinculada a los avances del resto de España; solo unos pocos soberanistas quieren regresar al ombligo para rechazar lo ajeno. Así pensó el desenlace de la encrucijada el filósofo Eugenio Trías, cuando aquel inolvidable alumno de Ortega y Gasset lo planteó en su libro, La Cataluña ciudad, escrito en los ochenta y recuperado en 2020 por Galaxia Gutenbreg. El pensamiento crítico no tiene edad.