De vez en cuando algunos ciudadanos de buena fe, reclamando reparación por el daño que se les hizo, o que se hizo a otros, décadas atrás;  y otros, tipos rufianescos del mundo de la política oportunista que quieren pescar en el río siempre revuelto de la indignación popular, se exclaman y escandalizan de que el policía Antonio González, alias “Billy el Niño”, supuesto torturador en las comisarías durante el franquismo, ande suelto y sin haber sido nunca juzgado por aquellos delitos. Se reclama que rinda cuentas en nombre de la “memoria histórica”. De momento el policía jubilado ha comparecido dos veces ante la justicia, la última hace sólo unas semanas, y las dos veces se ha cerrado el caso por “amplia prescripción” de los delitos que se le imputaban.

Pensé en ese caso este fin de semana, al leer en un diario de ámbito nacional un reportaje sobre María Lourdes Cristóbal y su marido Bernard Oyarzábal Albert, una pareja de etarras que en 1974 cometieron el pavoroso atentado con bomba en la cafetería Rolando, en la calle del Correo de Madrid, muy cerca de la Puerta del Sol, que mató a 13 personas y dejó 71 heridos, con diferentes secuelas. Ambos se beneficiaron de la amnistía de 1977 y aquella matanza quedó para siempre impune. Ahora, en Francia, ambos viven una vida acomodada, en una casa estupenda cerca de Bayona, con todas las comodidades, en un entorno paradisiaco, disfrutando del amor de los suyos. Sin sombra de arrepentimiento. No les visitan en sueños macbetianos las sombras de sus víctimas. Nada de pensamientos suicidas, nada de depresiones. María Lourdes es una apacible abuela en estupendo estado de salud, que cuida de sus cinco nietos y hornea unos pasteles para chuparse los dedos, y su marido es, o ha sido, un laureado profesor universitario.

Qué diferente es su destino del destino de otra pareja de etarras compuesta por Juan Jesús Narváez Goñi e Itziar Alberdi Uranga, que después de cometer 18 asesinatos en los años 1991 y 1992 --una buena ratio productiva--, se escaparon a México, donde emprendieron otra vida, nueva, pacífica y modesta en Puerto Vallarta, adoptando otros nombres y procreando también descendencia, hasta que cometieron la imprudencia de subir a Facebook unas fotos por las que fueron identificados. Devueltos a España, ahora cumplen unas penas de cárcel muy, muy largas. Se da además la circunstancia --quizá de importancia sólo anecdótica-- de que Narváez fue compañero de Urrusolo Sistiaga en el sangriento comando itinerante que realizó en Barcelona algunas de sus inolvidables “acciones”. Urrusolo se acogió a la llamada “Vía Nanclares” de reinserción y tras pasar 19 años en la cárcel, 19 de los 500 años a los que fue condenado (cifras éstas que, dicho sea de paso, me parecen una muestra, una más, de la extraordinaria benevolencia de la sociedad y del sistema penal español) ya está libre, mientras sus ex compañeros de correrías apenas han comenzado su viacrucis entre rejas.

Pero dejando aparte el caso de Urrusolo arrepentido y reinsertado, ¿por qué Juan Jesús Narváez e Itziar Alberdi, a los que hay motivos para creer culpables de 18 asesinatos, están en presidio, mientras María Lourdes Cristóbal y Bernard Oliazábal, que deben doce vidas, están libres y sin ser molestados más que cada cuatro o cinco años por la visita de algún periodista al que se sacan de encima como a una molesta mosca de verano?

La respuesta es: porque hubo la amnistía de 1977. La amnistía, que fue un hito de la transición, supuso un esfuerzo colosal y conmovedor por parte de las víctimas de toda clase de crímenes políticos para reconciliar a las dos Españas, hacer borrón y cuenta nueva del pasado y empezar desde cero la nueva etapa democrática. Según recuerda Santos Juliá, el peneuvista Julio Jáuregui, expresando el sentir general de la Comisión de los Nueve (lideres de la oposición que negociaban los pasos a dar), le explicaba a Suárez que la amnistía, movimiento de “paz y olvido”, supondría perdonar y olvidar “a los que mataron al presidente Companys y al presidente Carrero; a García Lorca y a Muñoz Seca; al ministro de la Gobernación Salazar-Alonso y al ministro de la Gobernación Zugazagoitia; a las víctimas de Paracuellos y a los muertos de Badajoz; al general Fanjul y al general Pita, a todos los que cometieron crímenes y barbaridades en ambos bandos.” Para liquidar la dictadura sin que las dos Españas se volvieran a liar a palos y permitirnos el lujo de la democracia, se dio a los delincuentes políticos de uno y otro lado una segunda oportunidad. Que es lo que reclamaban, por cierto, los ciudadanos catalanistas en el famoso lema (“llibertat, amnistía i estatut d’autonomia), y que los abuelos sangrientos de Bayona han aprovechado perfectamente, mientras la pareja de fugados a Puerto Vallarta lo desaprovecharon. Cuestión no sólo de “timing”. Aquella amnistía fue un momento de especial grandeza en la reciente historia de España. Aunque a unos les deje el regusto amargo de ver tan pancho a Billy el Niño, y a otros de saber que la abuelita demoníaca está horneando pasteles para sus adorables nietecitos.