Ha sido identificado y detenido el agresor de Steve Buscemi. Como se publicó en la prensa el mes pasado, el actor de Fargo andaba paseando tranquilamente por las calles de Nueva York cuando un desconocido con el que se cruzó le asestó un puñetazo que le dejó un ojo a la funerala y a renglón seguido salió corriendo.

Gracias a las cámaras callejeras, el agresor fue identificado como Clifton Williams, un negro de 50 años, que diez minutos antes ya había agredido a un asiático de 22 años y a otro hombre que logró eludir el golpe y recibió por ello sus amenazas de muerte. Williams es un vagabundo con cierto historial delictivo que llevaba apenas un mes en Nueva York. Ahora está en la cárcel.

Nos llamó poderosamente la atención, en las primeras, escuetas declaraciones de Buscemi tras ser víctima de aquella “agresión aleatoria”, como lo llaman en la prensa americana, que se sintiera “increíblemente triste por todos aquellos a los que les ha pasado lo mismo también mientras paseaban por Nueva York”. Con estas palabras parecía señalar una tendencia, una moda. Efectivamente, en seguida aparecieron noticias sobre otros actores e influencers que habían recibido el mismo, desagradable tratamiento. ¿Y cuántos han pasado por el mismo trance y no lo han denunciado? Parece que hay una epidemia de puñetazos en Nueva York. Casi siempre los agresores son gente psíquicamente tarada.

Tipos parecidos a Koudid Souheib, el argelino de 30 años que el pasado mes de febrero dio puñetazos a todas las mujeres que tenían la desdicha de cruzarse en su camino, en los andenes de la estación de metro de Camp de l’Arpa, en Barcelona. Las imágenes de cómo golpeaba a una pobre chica que estaba desprevenida, consultando su teléfono móvil, son aterradoras. A consecuencia del golpe, la pobre muchacha sufrió perforación de tímpano y probablemente se quede sorda de un oído. En cuanto a Souheib, fue interceptado por los vigilantes del metro y actualmente reside en la unidad psiquiátrica de la prisión de Brians 1.

Estos incidentes me recuerdan la frase de André Breton en el “Segundo manifiesto surrealista”: “El acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revólver en cada mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda contra la multitud. Quien nunca en la vida haya sentido ganas de acabar de este modo con el principio de degradación y embrutecimiento existente hoy en día, pertenece claramente a esa multitud y tiene la panza a la altura del disparo”. No le veo la gracia a esa altanera frasecita. De acuerdo, es un acto plenamente surrealista, ya que carece de lógica razonable. Pero como práctica de rebeldía no tiene defensa posible. Creo que Breton posteriormente se arrepintió de haber escrito semejante majadería.

Recuerdo también el poema festivo de Espriu, al que Raimon le puso música, titulado “I beg your pardon”: “Quan el centre del món queda tan lluny/ de tu/ que honestament/ comences a saber que no ets ningú,/ para't per un moment/ i venta al primer nas un cop de puny.” (Cuando el centro del mundo queda tan lejos de ti que honestamente empiezas a saber que no eres nadie, párate por un momento y atízale a la primera nariz un puñetazo”. Es un consejo disparatado, en un poema humorístico, pero que inteligentemente relaciona esa “violencia aleatoria” con la conciencia de alienación e inanidad, de marginalidad, de falta de sustancia o de entidad social del agresor. El que pega, al fin y al cabo, algo sí que hace. Y el que hace algo, aunque sea algo tan bárbaro como pegar a los demás, no cabe duda de que “es”.

Estamos, claro está en un terreno de enajenación. Tiene que ver, seguramente, con la neurosis deshumanizada de la ciudad y la enajenación de algunos seres solitarios y desequilibrados, que caminando, caminando por las calles llegaron a los terrenos baldíos de la locura. Debe de haber muchos así en Nueva York. Y en todas partes. Si yo fuera bonista, diría que los golpes que propinan estos seres tarados son también gritos de socorro.

En cualquier caso, pobre Steve Buscemi, con lo simpático que me cae. En Fargo, los hermanos Coen le hicieron encarnar a Carl Showalter, un sicario al que le vuelan la mandíbula y luego su compinche Gaean Grimsrud (Peter Sormare) le mata de un hachazo y lo convierte en picadillo de carne con una trituradora de madera. Y por si fuera poco, ahora un imbécil le pega un puñetazo porque sí.

De estas agresiones gratuitas no se sale fácilmente indemne, uno se queda con la sensación de una hostilidad peligrosa de la vida. Recomiendo a todo el mundo que en la calle no se embobe consultando el móvil. La gente en general puede que sea buena, o por lo menos indiferente, pero también abundan los locos sueltos.