La piel del Paseo de Gracia pierde linaza para hacerse rugosa. Los grandes del comercio minorista derivan hacia el lujo soportable y, paralelamente, expanden su negocio low cost a través de las redes. El nuevo escenario es fruto de la concentración de capital operada en la moda y su ejemplo más visible puede verse en Inditex. El ascenso a la presidencia de Marta Ortega, segunda hija del mítico Amancio Ortega --ella ha forjado alianzas con reputados creativos, como Steven Meisel, Fabien Baron, Kral Templer o Luca Guadagnino--, robustece su núcleo duro accionarial, pero recibe un severo varapalo en Bolsa. La propiedad se hace fuerte, pero la organización se debilita al perder a Pablo Isla, cuyo cese no expresa únicamente un desgaste del estamento profesional, sino también de su fuente de legitimización.
La gran arteria comercial de barcelonesa huele más a perla japonesa que a la clásica ambrosía de sus escaparates. Donde reinaron el lino de Furest y el tricotón de Gonzalo Comella se han anclado Gucci, Louis Vuitton, Prada, Valentino o Stella McCartney, y por supuesto Zara, el mascarón de proa de Inditex. Con la mirada puesta en la cepa ómicron, los mercados se han envuelto en una aurora boreal. Inditex ha caído en Bolsa con una pérdida de capitalización cercana a los 6.000 millones de euros y los analistas buscan explicaciones en el timón de la gran nave de la confección y líder del Ibex 35.
En su libro Anatomía del poder, Galbraith afirmó que el poder de una gran corporación tiene tres funciones motrices: el carácter, la propiedad y la organización. Inditex no ha perdido el carácter y ha mantenido la propiedad de los Ortega, pero ha entrado en una entropía orgánica. La Bolsa, la única institución que intercambia títulos por dinero al contado en tiempo real, anticipa los ciclos, prefigura el mañana. Y ha dicho no a la salida de Isla.
Cada vez que desaparece un patronímico rancio de nuestro fashion, Amancio replica a Voltaire en el funeral de la Pompadour, cuando dijo aquello de “ella era de los nuestros”; y a continuación, Pontegadea, la sociedad de cartera de los Ortega, compra una herencia, esparcida y castigada por el impuesto de sucesiones que decapitó la vieja Compilación Civil catalana. Amancio es el capitán de la acumulación bruta de capital (la inversión) en España, pero las fortunas que se concentran en una sola mano corren el riego de la implosión.
Sin herencia no hay vigencia. Es un principio económico que ha utilizado el brillante Thomas Piketty, en su último libro, Capital e ideología, para prevenir del futuro a los grandes que eluden impuestos, frente a los que sufragan el IRPF, a través de las retenciones. Piketty exagera, pero lo cierto es que, para reforzar sus patrimonios, los grandes necesitan eludir y lo hacen a través paraísos de tributación ligera. Y Amancio no es ninguna excepción.
Los blue chips españoles se acogen ahora a la moda de colocar sus filiales fuera de la Bolsa, como acaba de hacer Repsol al ofrecer su sociedad de renovables, dirigida por Jose Jon Imaz, y como hizo antes el mismo Amancio al colocar su parque eólico, Delta. Las cabeceras venden activos industriales fuera de Bolsa para evitar la entrada de tiburones indetectables.
Queda en el aire esta pregunta: ¿Por qué la Bolsa descuenta negativamente estas operaciones? El descalabro de la capitalización impide la volatilidad en el siguiente paso. Los pequeños accionistas están perdiendo la camisa, pero los grandes accionistas y sus buques de guerra --los fondos internacionales-- protegen el valor antes de la nueva subida de los índices que llegará con el impulso de la demanda, con el grueso de los Next Generation europeos.
En el Paseo de Gracia de Barcelona, el fetiche de la mercancía es el auténtico termómetro del retail. Pero nunca las compras del puente de la Constitución habían removido tanto la macroeconomía.