Las memorias de Woody Allen
'A propósito de nada' refleja una obra y una vida con un nivel más que aceptable de felicidad, independencia, creatividad y expresión
7 junio, 2020 00:10Como todas las autobiografías, A propósito de nada, de Woody Allen (Alianza), pertenece al género de la ficción. Pero a diferencia de la mayoría, ni es demasiado autocomplaciente ni quejumbrosa o melancólica. El autor no toma demasiado en serio sus propios logros --y esto con tanta insistencia que no suena a falsa modestia-- y escribe con un sentido del ritmo muy atinado, como ya sabíamos los que leímos sus textos para The New Yorker traducidos en su día por el joven Claudio López Lamadrid para editorial Tusquets.
El mayor interés del libro es el personaje mismo, que ciertamente no es un cualquiera, sino que ha sido un referente de humor, un espejo para varias generaciones de españoles, especialmente del género masculino. Todavía hoy algunos asisten ritualmente a los estrenos de cada nueva película como para extraer de la sesión las últimas gotas de zumo de su propia juventud…
Interés no menor del libro es la instructiva descripción del ambiente y los procedimientos del mundo del espectáculo en el Nueva York de los años cincuenta y siguientes, donde él irrumpió a los 15 años triunfalmente.
Allen es un sabio estoico que sabe que el sentido del trabajo, incluso del trabajo artístico, es el trabajo en sí mismo; que sabe medir el éxito con desconfianza y aceptar el fracaso con deportividad, y que no va a recoger premios porque la opinión de los demás sobre su obra le importa bien poco y esa noche tiene algo mejor que hacer.
Una parte del libro sobre la que no me voy a extender --aunque, como es natural, será la que le dará mayor repercusión-- se dedica a rebatir las acusaciones de su exmujer, la actriz Mia Farrow, sobre un episodio de abuso sexual sobre una de sus hijas, Dylan, cuando ésta tenía siete años. Acusaciones que ya los jueces en su día consideraron improbables. Pero como se da la circunstancia de que ese asunto le ha costado a Allen la muerte civil en Estados Unidos, donde ya nadie quiere financiarle una película, donde estas memorias estuvieron a punto de no publicarse por presiones de Farrow y de los empleados de la editorial y donde algunos de los actores que han figurado en sus películas han renegado de él, de sus pompas y sus obras, es lógico que la cuarta parte de las páginas del libro esté dedicada a poner los puntos sobre las íes.
Woody Allen cuenta su vida a ritmo de ragtime, haciendo hincapié en escenas graciosas o singulares y apenas dejando entrever las neurosis, dificultades y angustias que ha tenido que superar como cualquiera. El hábito del psicoanalásis, contraído desde muy joven, y la costumbre de buscar la chispa en todas las situaciones acaso explica cierta indiferencia general, cierta distancia, cierta como frialdad emocional.
Es curioso su empeño en mostrarse como un sujeto más bien deportista (béisbol, baloncesto, tenis) y en absoluto un intelectual, y la alegría con la que desgrana la lista de las obras maestras de la literatura que no ha leído es salvaje. También es reveladora la manera en que adquirió sus conocimientos básicos de filosofía: autodidacta, casado a los 20 años con su primera mujer, que tenía 17 y empezaba la carrera, se interesó por las materias que ella estudiaba y contrataron por unos “pavos” a un profesor para que les visitase una vez a la semana en su casa y discutiera con ellos sobre un gran pensador en cada sesión.
Creció en el seno de una familia judía de Brooklyn venida a menos. Tenía un coeficiente de inteligencia superior a la media --“aunque no taaaan superior”, matiza--. Le fascinó el cine, adonde le llevaba varias veces por semana su hermana, que con los años se convertiría en productora de muchas de sus películas; descubrió el jazz en la radio, que entonces en todas las casas sonaba a todas horas, y aprendió a tocar algunos instrumentos. Le encantaban los juegos de magia y se convirtió en un mago aficionado bastante competente.
Uno de los aspectos sociológicamente interesantes de A propósito de nada es asistir a la formación de un autor autodidacta y seguir la secuencia de trabajos y casualidades solo imaginables en un país como aquel, que le llevaron a convertirse en un cineasta tan prolífico y exitoso: por improvisar chistes en voz alta en las salas de cine del barrio, haciendo que el público en vez de indignarse por las interrupciones se partiera de risa, alguien le sugirió que enviase sus ocurrencias a los columnistas de la prensa. Entonces éstos solían recoger en su espacio las mejores que les enviaban los lectores, mencionando su nombre.
Pronto, Allen Konigsberg (el verdadero de Woody Allen) salía en todos los periódicos de Nueva York. A partir de ahí contactó con él un agente que le consiguió trabajo como guionista para diferentes artistas de cabaret y stand-up comedies. De ahí pasó a escribir chistes y sketches para programas de variedades de la televisión. Y de ahí a escribir el guión de Qué hay, Pussycat, por encargo de Warren Beatty, que le admiraba, con la condición de que estuviera ambientada en París donde le apetecía pasar una temporada a costa de una gran productora. Beatty al final se descolgó del proyecto pero éste siguió adelante con otros actores.
Esa película exitosa, aunque tontorrona y para él decepcionante --porque la intervención de los actores y de los productores destrozaron su guión--, fue la lanzadera para escribir una obra teatral divertida (No te bebas el agua) que estuvo años en cartel, y a partir de ahí ya fue seguida esa carrera incesante, prolífica, como autor de películas buenas, malas y regulares.
En fin, una vida de éxito inmediato y sostenido, divertida y exaltante, hasta chocar, estando ya entrado en años, con esa gran calamidad o némesis ante la que Allen reacciona con extrema resiliencia y sin perder en ningún momento, que se sepa, una especie de sereno fatalismo de corte estoico y una alegría de fondo por haber vivido su vida manteniendo un nivel más que aceptable de felicidad, independencia, creatividad y expresión.