Imagen de El Molino, en el Paralelo de Barcelona / WIKIPEDIA

Imagen de El Molino, en el Paralelo de Barcelona / WIKIPEDIA

Letras

Nunca fui a El Molino

El Molino fue el lugar para el jolgorio de la muchachada, pero Ramón de España señala cómo nunca fue su lugar favorito de Barcelona por la imagen de decadencia que transmitía

8 junio, 2020 00:00

Jaume Perich me comentó en cierta ocasión la frase que le gustaría que se grabara en su tumba: “Nunca fue a Andorra”. La mía podría ser “Nunca fue a El Molino. No hay otro rincón de mi ciudad en el que me haya esmerado tanto para no poner jamás los pies. Bueno, sí, la Bodega Bohemia, pero en ese caso fracasé --como ya les conté en un capítulo anterior de esta serie-- porque una noche me pillaron las malas compañías con la guardia baja y acabé visitando aquel templo del horror, la humillación y la insania. Y no crean ustedes que era fácil resistirse en los años setenta, cuando visitaba esporádicamente la facultad de periodismo de Bellaterra, a la insistencia de los amigos progres que habían descubierto El Molino y lo reivindicaban de manera irónica como gran fuente de diversión.

El célebre local del Paralelo nació en 1898 con el bonito nombre de La Pajarera Catalana, siendo entonces un tugurio infame. En 1910 se convirtió en Le Petit Moulin Rouge. En 1916 ascendió a Le Moulin Rouge. En 1939, como Franco no estaba para extranjerismos, tradujo su nombre y se desprendió del adjetivo “rojo”, que al Caudillo le olía a azufre. Chapó en 1997, se relanzó en 2010 y que me aspen si sé si está abierto o no en estos tiempos que corren.

Cuentan que lo han reformado de arriba abajo y que el genuino Molino la diñó en 1997 con la última actuación estelar de Merche Mar, vedette voluntariosa, aunque algo apolillada, que mantenía ella sola en marcha a toda la industria de la laca. O sea, que doy por muerto el local que me horripilaba sin haberlo visitado jamás (también hay neoyorquinos que nunca han subido a la terraza del Empire State Building, ¿no?) y recuerdo cómo me escabullía cada vez que un compañero de la facultad proponía una visita conjunta de la alegre muchachada a ese emporio de la risa y la diversión.

¿Por qué le tenía yo tanta manía a El Molino? Me temo que las noticias que me llegaban de él eran siniestras: bastaba con ver por la tele a cualquiera de sus humoristas siniestros o de sus vedettes rancias para atisbar un cutrerío y una decadencia muy chunga, nada que ver, por ejemplo, con los garitos berlineses de la república de Weimar. Además, me habían contado que los, digamos, artistas, tenían la mala costumbre de interactuar con el público, y yo estaba convencido de que, si iba al Molino, el gracioso o la vedette de turno me elegirían entre la masa para torturarme, pues tengo un imán para esa clase de situaciones (lo comprobé la jornada fatídica en que me dejé convencer para asistir a un espectáculo de los tenebrosos Comediants).

El abuelo senil de una amiga tenía la costumbre de burlar la vigilancia de la familia y plantarse en El Molino a engrosar la conocida como “fila de los figueros” (del catalán figa, o sea, higo, o sea, coño), aguerridos carcamales que se situaban en una posición privilegiada para asistir al levantamiento de piernas de las vedettes y el posible avistamiento de entrepiernas. Todo lo relativo a El Molino me deprimía, y me resistía a colaborar en su reivindicación.

Pasó el tiempo y me mantuve en mis trece. Creo que ya puedo ir encargando la placa para mi lápida. Cuando se me mete algo en la cabeza, hago todo lo posible por conseguirlo. Que me perdonen todos los que encontraron alegría, diversión y cachondeo del bueno en ese templo del Paralelo, así como los humoristas y las vedettes que intentaron hacer las cosas lo mejor posible, pero, aunque me voy acercando a la edad en que el abuelo de mi amiga militaba en la fila de los figueros, sigo sin pensar en acercarme a ese local que ya no sé muy bien si existe o no.