Prado y Colón de Carvajal: linaje y negocio
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La trayectoria de Manuel Prado y Colón de Carvajal es un banco llaves en mano y también un paraíso en la mochila de enorme documentación con datos incontrastables. Diplomático y senador por designación real, fue el administrador privado de Juan Carlos I y confidente del ex monarca, en los años del oro negro kuwaití.
Su amistad con el emérito no nace, como se ha dicho, en el suelo marmolado de un Al-Sabaab de numerosa familia en el Golfo Pérsico. Es bien conocido que la Casa del Rey tiene inmejorables relaciones con aquellas monarquías de temple duro para el contrario y manga ancha para el amigo. Hablemos de la versión oficial: en 1973, el monarca abre las fuentes de suministro de crudo que evitan la total caída de la economía española en plena contracción de la oferta por parte de la OPEP.
El emérito, esperado en el cargo desde la promulgación de la Ley de Sucesión, utiliza la vía del diplomático en el arte frágil de la negociación entre países. Llega un punto en el que el precio del crudo bien vale buenos parientes dinásticos; y, en el Golfo, las negociaciones con España pasan por Prado y Colón de Carvajal, como reconocen dos de los mejores ministros de la Transición: Francisco Fernández Ordóñez y Torcuato Fernández Miranda.
Prado conoce a Juan Carlos gracias a un primo del rey, Carlos de Borbón, en un restaurante reservado en los años setenta. Aquel primer contacto, que acaba de madrugada, deriva en tardes de café y chocolate en Zarzuela, el Palacio donjuanista que evita a la monarquía las visitas incómodas de las grandezas, títulos de gazmoña cortesana y piel tostada por la nieve y el salitre.
Los dos amigos diseñan futuros en mañanas de invierno desde un mirador frente a la Sierra de Guadarrama y se acomodan, meses después, en el verano de Marivent (Mallorca), la Corte oficial de vacaciones, secundada por anclajes de velero, en Ibiza o Cadaqués. Además de acompañar al soberano, Prado es la extensión del monarca ausente en asuetos más frugales, celebrados en fincas de inversores anónimos. Nuevos ricos que han sustituido a los gentilicios de casas como la mansión Pallejà, obra de Duran i Reinals, decorada con frescos de Josep María Sert; o L’Amagatall, que fue propiedad del entronque Gil de Biedma-Riviere.
A estas visitas, depositarias y restrictas, se suman en Cataluña el Parque Samà, de la marquesa de Marianau y de su hijo el conde de Solterra; la Torre Sebastià, de Carlos Montoliu, barón de Albi; o la que fuera Masia de Santa Catalina, un palacio-conventual del siglo XII, antigua residencia de Elisenda de Moncada, viuda del Rey Juan II de Aragón. Las noches de los dos amigos son más angostas y personalísimas. Pertenecen a un pretérito morisco, como Las mil y una noches de Sherezade, la princesa cuyos sueños empiezan en la vigilia y acaban, al despuntar el alba, corriendo el velo de su celosa intimidad.
En su libro autobiográfico, Una lealtad real (Ed Almuzara), Prado -fallecido en Sevilla en 2009- utiliza un revisionismo descarado a la hora pasar por alto versiones palaciegas de los ausentes, contaminados por los celos. Cuando la cercana muerte del general Franco abre la esperanza democrática, el Rey designado le encomienda al diplomático y empresario viajar a Rumanía para transmitirle a Ceaucescu un mensaje de tranquilidad y pausa destinado a Santiago Carrillo, el líder Partido Comunista español.
Estamos en el conocido inicio del cambio. Prado cuenta, esta vez con desdén, que grabó su conversación con el dictador rumano en una grabadora pequeña atada en un calcetín para entregarle a Juan Carlos la versión exacta. Rumanía nunca fue el país preferido por el turismo de hamaca y sol de otoño, pero Prado da a entender que, cuando el futuro se precipita, es necesario jugársela, sin consecuencias -seamos claros-, ante la policía política de aquel régimen tiránico.
Puede pensarse, desde la distancia en el tiempo, que Colón de Carvajal es un hombre fiel, sobradamente remunerado por sus silencios más que por sus aproches. Pero la decisión con la que él interviene en negocios de Estado y cumple con la palabra dada lo sitúan en el Furgón de Calais, aquel vagón del Orient Express en el que el arrojo supera a la ley, en palabras de Agatha Christie, en la voz de su peripatético investigador privado. Prado juega al intercambio de contrainformación bajo la sombra del poder; mueve millones y retira su parte convencido de la proporción recibida. Es un Richelieu de la economía incrustado en lo aparatos institucionales del linaje.
En la citada biografía, cuenta su paso por prisión en la última etapa de su vida y dedica el texto a destacados prohombres de los años sin excusa: Leopoldo Rodés, José María Juncadella, Jesús de Polanco...o Mohamed Eyad Kayali, “la persona que invitó al emérito al polémico safari de Botsuana, en 2012”. Prado ingresa en la cárcel de Sevilla para cumplir una condena de dos años por el caso Wardbase en la investigación sobre el pago al empresario de 12 millones de euros por el Grupo Torras. La Audiencia le hace responsable también de la descapitalización de Grand Tibidabo, la empresa liderada por Javier de la Rosa.
El embajador ha sido un puente entre Jordi Pujol y la Zarzuela. Se entusiasma literalmente por el principio de convivencia entre Cataluña y España defendido entonces por el president. En su escrito le lanza mensajes amistoso-satíricos a Pujol, el comensal que en las cenas le limpia amablemente el pescado por sus limitaciones físicas en el trinchado -Prado perdió una mano en accidente de coche- y le hace de traductor en la aparición deslumbrante del político nacionalista en el Foro de Davos. Digamos que traduce justamente al político al que todos considerábamos un políglota.
Explica sus vivencias en la cárcel, cuando Juan Carlos le manda cartas a su segunda esposa, Celia, destinadas a su celda y dirigidas a un turista rico, como si Prado estuviera pasando unas vacaciones en Cannes, Saint-Tropez o Acapulco. En el encierro y ante la Sala sabe que el emérito no tiene nada que temer, por más que él acuda una y otra vez a declarar ante el requerimiento de la Justicia.
Siente la soledad del reo como pudieron sentirla artistas reconocidos, como Pasternak, el Premio Nobel insultado y recluido en su dacha hasta su muerte a los 70 años, silenciado por el Kremlin. Y como le ocurre ahora al abogado Navalni opositor a Vladimir Putin, sometido a un régimen carcelario en el Polo Norte.
Sea empresarial o político, el error no negocia con el perdón ni con la expiación. El delirio de la despedida cercana de un hombre maduro con hijos pequeños solo se limpia con medios, una fuente imparable durante sus mejores momentos, pero algo escasa, llegada la hora de los embargos judiciales. Prado preside empresas públicas, como Iberia, puntal de la Marca España, entre 1976 y 1978. Lo hace durante la prehistoria de la actual Iberia Airlines, filial de British.
En la misma década ocupa la cumbre de Adenas y desempeña una vocalía en el consejo de Infeisa. Se casa en primeras nupcias con Paloma Eulate Aznar y, años después, cuando tiene reunión presencial en su holding, Trébol Condal -domiciliada en Barcelona-, se hace cliente de restaurantes del pasado y a menudo se siente obligado al volteo de sus socios en la antigua barra del Papagayo de General Mitre, el Boccaccio de Regás o el Bacarrá de Manolito Torres.
Cuando la libertad es un ámbito privado, callejear es un suplicio y el futbol, un tumulto; en cambio, el Golf templa el pulso, el billar refuerza la retina y el deporte de la caza a mano y sin ojeos es una expansión del olvido. Prado se siente asediado por una pena reputacional que él cree inmerecida. Se instala definitivamente en su Sevilla, la ciudad de Celia, la fuente rociera del viejo que ama y solo lee novelas de amor.