Se llamaba Alberto y el lunes se quitó la vida poco antes de que se ejecutara su desahucio. Estos son los hechos. A partir de aquí podemos especular sobre su derecho a permanecer en una vivienda pública que había sido asignada a su fallecida madre. Si era un vecino conflictivo. O si realquilaba habitaciones de forma ilegal. Lo cierto es que Barcelona, ciudad cosmopolita, capital del mundo y progresista, ha sido escenario del final atroz de una persona desesperada que posiblemente no quería morir, sino dejar de vivir con sufrimiento. Alberto no vio otra salida a su miedo.

Ese es el dato. Si las administraciones actuaron bien o si los servicios sociales hicieron todo lo necesario para solucionar los problemas de este hombre es algo que no puede analizarse ni en caliente ni a golpe de titular. El año pasado, la cifra es impactante, 1.755 familias fueron desahuciadas en Barcelona, según los datos aportados por el Consejo General del Poder Judicial. Pero esas personas desalojadas no son una estadística, no son un número. Alberto no lo era. Y, sobre todo, quienes están inmersos en "procedimientos de lanzamiento de su vivienda habitual" --en argot judicial-- no siempre responden a un mismo patrón. De ahí que el debate sobre la ocupación sea tan complicado. A menudo se mezclan, de forma interesada, edificios y solares con domicilios particulares. Aprovechados que realquilan habitaciones, con familias engañadas de buen fe. Movimientos ácratas y violentos con pobres de solemnidad que solo quieren un techo que les cobije. 

El tema es tan complejo como al parecer irresoluble. Los intereses políticos, que enfrentan a las administraciones, impiden dar solución al que, sin duda, es el principal problema de nuestra sociedad en la actualidad. Jóvenes preparados no tienen posibilidad de independizarse. Personas en riesgo de exclusión que “no leen el BOE”, como decía el exministro Jordi Sevilla en una entrevista con Crónica Global, se ven inmersos en un laberinto burocrático para acceder a las ayudas públicas que solo añade angustia y desespero.

El problema de la vivienda se enquista, porque no es nuevo, por lo que resulta más indignante que todavía no se haya afrontado sin apriorismos, sin populismos, sin prejuicios ideológicos. Si Ada Colau es alcaldesa de Barcelona, es porque su activismo en la defensa del derecho a una vivienda digna convenció a muchos ciudadanos. Han pasado siete años y la dirigente de los comunes se presenta a un tercer mandato sin haber reducido esas escalofriantes cifras de desahucios y sin que sus servicios sociales mejoren sus mecanismos de detección de casos como el de Alberto. No se puede culpar al ayuntamiento del suicidio de este vecino del Bon Pastor, pero sí exigirle más recursos y, sobre todo, que lidere --porque lo prometió cuando dio el salto a la política-- una ofensiva junto a la Generalitat y el Gobierno para evitar la precariedad habitacional. El consistorio ha anunciado que revisará los protocolos de detección de situaciones de vulnerabilidad como la de Alberto. Ya tarda.

Colau tiene razón al decir que los ayuntamientos, por sí solos, no pueden combatir el problema, porque hay competencias autonómicas --la derecha convergente ha gestionado la vivienda durante décadas-- y estatales --el partido de la alcaldesa gobierna con el PSOE--. Pero quizá debería dejar atrás sus remilgos sobre la colaboración público-privada y contar con ella en este asunto. En las recientes jornadas del Círculo de Economía, ante un público integrado principalmente por empresarios, la alcaldesa defendió esa entente. Tiene la oportunidad de demostrar que realmente cree en ello, en que un nuevo contrato social es posible para luchar contra la desigualdad.