Cuando nuestros gobernantes están más preocupados por los protocolos negociadores que por los contenidos, poco o nada podemos esperar de ellos. Enzarzados en una disputa sobre quién tiene que acudir, o no, a una mesa de negociación entre Gobierno y Generalitat para buscar una salida al cansino procés, ERC retrocede posiciones cuando había demostrado voluntad de desbloqueo, mientras que Quim Torra ni siquiera aclara qué fecha y orden del día tiene la Mesa de Diálogo que él mismo propone entre partidos catalanes. Puede que esas concreciones sean impropias de este aprendiz de chavista, quien ayer se alineó con el furor nacionalizador de la CUP en la sesión de control del Parlament.

Torra secunda ahora la desprivatización del suministro de agua pretendida por Ada Colau porque, a su juicio, la soberanía municipal está por encima de todo. Desconocemos si, finalmente, habrá una negociación de tú a tú entre Gobierno y Generalitat, pero sí hemos asistido a un diálogo de chapuza a chapuza, esto es, entre el fracasado intento de la alcaldesa de Barcelona por municipalizar la gestión del agua y el fiasco del Govern en la adjudicación de ATLL a Acciona en 2012. En ambos casos, el sujeto a combatir era Agbar, que para la CUP encarna un poder fáctico susceptible de erradicar.

A vueltas con la bilateralidad, ya tuvimos suficiente debate durante la tramitación del Estatut y de la financiación autonómica --algo que ERC conoce bien--, para luego constatar que los acuerdos entre Gobiernos eran sometidos finalmente a la multilaterialidad, esto es, al vistobueno del resto de España. Como no podía ser de otra manera.

Y mientras Torra extrema sus complicidades con los antisistema, el vicepresidente económico Pere Aragonès se lía con la presencia, necesaria o no, del president en esa mesa de negociación entre Gobiernos. El republicano parece haber caído en la retórica neoconvergente, donde el humo distrae de lo esencial, esto es, de la necesidad de dar carpetazo al conflicto secesionista y configurar nuevas mayorías parlamentarias. Aunque éstas sean complicadas y, según algunos, contra natura. Pero es que no hay otra salida. Desde luego, una nueva colisión con el Estado basada en anteponer la legitimidad a la ley está condenada a un nuevo fracaso. Torra y Carles Puigdemont lo saben, de ahí que su prosopopeya identitaria oculte una incapacidad/cobardía para implementar la república catalana. Si bajo su lógica, las urnas hablaron el 1-O, ¿a qué esperan?

Pues más allá de seguir hiperventilando a sus votantes, Junts per Catalunya poco o nada contribuye a salir del atolladero. Son buenos en eso de la parafernalia dialéctica y lo vienen demostrando desde 2012: derecho a decidir, soberanía, pacto fiscal, consulta, transición nacional, plebiscito, DUI… Dime de qué artificiosidad presumes y te diré de qué careces. Y en el caso de los socios del club de Waterloo --otro concepto virtual--, la falta de hoja de ruta y, sobre todo, de aliados para llevarla a cabo es tan notoria que solo les queda retroceder pantallas, volver a hablar de referendos --¿de qué han servido las condenas del Supremo?-- y de autodeterminación.

Esquerra tiene ahora la oportunidad de demostrar su mayoría de edad, de soltar lastre de ese mantra separatista, de pasar de las palabras a los hechos, como decía el socialista José Montilla --que se consolida como mediador con Oriol Junqueras-- y abandonar ese palique soberanista. Dicho de otra manera, ha llegado la hora de que los republicanos demuestren que son de fiar. Otra cosa es la esperanza de vida de un Gobierno PSOE-Podemos, con abstención de ERC, que pinta convulso. Las formas en política son importantes, pero el contenido es el que determina el futuro de un país.