La destitución de Jaume Alonso-Cuevillas como secretario segundo de la Mesa del Parlament por parte de Junts, cuyo llamativo caso refleja tanto el oportunismo del personaje como el mar de contradicciones en el que está inmerso el independentismo, ofrece a ERC otra oportunidad para buscar un camino diferente para esta legislatura. Sin embargo, no lo hará, olvídense. Por mucho que entre ERC y Junts se propinen golpes y navajazos, los republicanos no están todavía preparados para emanciparse de sus actuales socios de Govern. No creo que haya demasiadas dudas de que la fanática Aurora Madaula, crecida a la sombra del gurú Agustí Colomines, recibirá finalmente el apoyo de ERC para reemplazar a Cuevillas. Otra cosa es que esa votación interferirá en las negociaciones de cara a un segundo intento de investidura de Pere Aragonès, que de una forma u otra saldrá elegido president con los votos de Junts, aunque la nueva legislatura parece condenada a ser una repetición de la anterior, por lo menos en cuanto a la estabilidad. El escenario de una ruptura entre ambas fuerzas, básicamente la amenaza de Jordi Sànchez refrendada ayer mismo por Laura Borràs de quedarse fuera del Govern Aragonès, parece más un chantaje en el juego de la negociación que una hipótesis plausible.

Pese a la lucha encarnizada entre independentistas, rivalidad que se ha convertido también en un entretenimiento para una parte de su crédula parroquia instalada en una burbuja comunicativa, la repetición electoral a corto plazo no parece probable. La pregunta entonces es qué puede hacer el PSC de Salvador Illa para reivindicarse como fuerza ganadora y convencer a más catalanes de la necesidad de un cambio a medio plazo. La opción que hace unas semanas proponía en un interesante artículo Xavier Salvador de que los socialistas votasen la investidura de Aragonès gratis et amore para romper así la dependencia hacia Junts no fue ni será posible. Hubiera sido interpretado como un entreguismo, como la confirmación de que la operación Illa estuvo diseñada para apoyar a ERC desde el Gobierno de Pedro Sánchez a cambio de sus votos en el Congreso, con el agravante además del pacto suscrito previamente con la CUP para la investidura. Ese movimiento sorpresa para liberar a los republicanos de Junts no hubiera garantizado tampoco la estabilidad de la política catalana porque Oriol Junqueras, que es quien manda en ERC, no es un político fiable y Aragonès carece de personalidad política. En Cataluña la situación no está madura para que se rompan los bloques, sobre todo porque el independentismo sigue sin hacer autocrítica del procés y sosteniendo argumentos y actitudes de exclusión hacia la Cataluña constitucionalista.

Así pues, cualquier opción de futuro para Illa pasa hoy por mantener la posición, sostener la coherencia. Lógicamente, tiene que seguir exigiendo con voz en grito a Borràs que le permita presentarse a la investidura en tanto que líder de la fuerza más votada, más ahora en medio de unas negociaciones entre ERC y Junts que pueden alargarse unas cuantas semanas. Pero como es improbable que la presidenta del Parlament se lo consienta, el líder del PSC debe buscar ya otro escenario para explicar su programa de gobierno y trasladar una alternativa concreta y detallada en todos los aspectos. Es decir, atreverse a hacer lo que no hizo Inés Arrimadas en 2018. Es verdad que eso a corto plazo no le sirve de mucho, pero la política son gestos, gestos y más gestos y pasado mañana siempre podrá decir que, pese al sectarismo de la presidencia del Parlament, él expuso públicamente sus soluciones. En definitiva, Illa tiene que pasar página ya del discurso genérico del “pasar página”, repetido hasta la saciedad, para leernos el contenido de esa nueva página que nos propone con sus prioridades para que quede claro lo que nos estamos perdiendo en progreso económico, industrial, medioambiental, social, etc., por culpa del ensimismamiento soberanista.

En segundo lugar, el mejor Illa es el que habla sin complejos ni ambigüedades, cuando en él despunta esa tendencia tarradellista que explicaba Valentí Puig. Su mejor intervención en la fallida investidura de Aragonès fue la del segundo día, la del martes 30 de marzo, en la que desgranó las cinco grandes mentiras del separatismo frente a la cruda realidad de lo que en realidad ha pasado en la última década (mayoría ficticia, instituciones inexistentes, derechos ficticios, avances sociales ligados a la independencia y éxito del procés). Otro acierto fue que también usó el castellano, lo cual ha levantado una polvareda toda la Semana Santa, que empezó con algunos tuits hispanófobos de diputados independentistas y siguió días después con el penoso artículo de Josep Ramoneda en El País.

El líder del PSC representa a la socialdemocracia catalanista que hace suyo el castellano sin miedos, que encarna la Cataluña bilingüe. Un catalanismo que para ganar la batalla del relato al soberanismo tiene que salir a refutar la hipótesis de la independencia, no porque sea imposible o muy difícil, como había argumentado tantas veces en tono condescendiente Miquel Iceta ofreciendo un federalismo como segundo plato, sino porque es una propuesta ilegítima, regresiva, indeseable e insolidaria. Ser progresista y separatista son cosas incompatibles y ahí todavía hay mucha pedagogía por hacer. En cambio, el federalismo es el único camino transitable para España y Europa. Algún día las dos Cataluñas tendrán que encontrarse y pactar, no hay otras mayorías posibles aunque eso no nos guste, pero la tarea de Illa es que eso ocurra en condiciones políticas e ideológicas de primacía, sin subordinación a ERC. Para entendernos, habrá otro tripartito, pero no para repetir los errores que nos han conducido hasta aquí, sino más bien para desandar ese camino.