En 2021 se perpetraron en España casi 17.300 ocupaciones ilegales de viviendas, un 41% más que cuatro años atrás. La ascensión es espectacularmente siniestra. Revela que estamos deviniendo un paraíso para los delincuentes de toda laya y pelaje.

Las cifras transcritas son las que maneja el Ministerio de Interior. Conviene subrayar que se trata de hechos conocidos y documentados por las fuerzas de seguridad. Pero ni de lejos reflejan la situación real, que es mucho peor.

También debe aclararse que esa plaga perniciosa no afecta por igual a las distintas comunidades autónomas. Algunas de ellas disfrutan de una envidiable tranquilidad y apenas registran lances de ese estilo.

En cambio, Cataluña y en particular Barcelona, baten todas las marcas habidas y por haber. Salvo Lleida, las otras provincias vernáculas lucen el dudoso honor de figurar entre las seis que más apropiaciones ilícitas sufrieron el año pasado en la península Ibérica.

Cataluña alberga el 16% de la población del Reino. Mas he aquí que en 2021 se situó obscenamente a la cabeza de las invasiones de moradas particulares, con 7.300 hechos delictivos que representan nada menos que un 42% del total verificado a escala nacional.

A la vez, Barcelona lideró la tabla del medio centenar de provincias existentes, con casi 5.500 usurpaciones. Y por utilizar una comparación hoy en boga, triplicó con creces las 1.600 habidas en Madrid.

No es nada fácil conseguir el alud de atropellos que refleja Cataluña. Para ello debe porfiarse durante largo tiempo, que es justo lo que vienen haciendo los sucesivos gobiernos de la Generalitat, secundados en esta materia por la alcaldesa podemita Ada Colau.

Que esta última defienda a los asaltantes de hogares es hasta cierto punto comprensible. Ella misma ejerció años atrás de okupa, antes de encaramarse a la cima del ayuntamiento. En un momento dado irrumpió, con el respaldo de una banda de facinerosos, en las instalaciones de un hotel que la cadena Catalonia estaba a punto de estrenar en el barrio gótico.

La empresa demandó al municipio. Tras varios años de pleito, los tribunales le dieron la razón. Obligaron al consistorio a indemnizar a Catalonia con una gruesa suma. Llegada la hora de apoquinar la pasta, resultó que la jefatura de la alcaldía ya se hallaba en manos de Ada Colau. Es decir, que los barceloneses resarcieron a Catalonia por una okupación que Colau urdió alevosamente años antes.

Son las ironías que encierra la vida. O quizá más bien la desvergüenza y la falta de escrúpulos de tal personaje.

La dramática degradación que se observa en Cataluña y, sobre todo, en su urbe capitalina por las agresiones a la propiedad privada, es la consecuencia directa de la manga ancha y la vista gorda que sus autoridades vienen prodigando.

El Govern, en el colmo del desatino, ha llegado a promulgar una ley que obliga a los caseros a ofrecer alquileres módicos a los malhechores que hayan invadido sus heredades.

Semejante disparate equivale a un toque de corneta que pone sobre aviso y atrae a las hordas de maleantes de medio planeta. Ahora ya les consta que el pillaje a domicilio en Cataluña sale gratis total. Adicionalmente, si la peripecia se pone fea para ellos, siempre tendrán a su alcance la posibilidad de continuar tan campantes en el piso, a cambio de una renta de pacotilla.

Los habitantes de esta esquina del territorio celtibérico abrigamos motivos sobrados de desazón. El Govern lleva dilapidados ocho años y una infinidad de recursos de los contribuyentes en batallas estériles por la independencia.

Gran parte de la población parece convencida de que esa aventura es un despropósito y ofrece escaso margen para desembocar en un final feliz. El Ejecutivo autonómico da la sensación de estar en las nubes. Sigue mareando la perdiz día tras día, inasequible al desaliento, como los falangistas joseantonianos.

Para rematar la faena, la Ciudad Condal está regida por la vitriólica Ada Colau, cuyo currículo profesional y bagaje intelectual caben en el papelito necesario para liar un cigarrillo. Tal circunstancia podría sobrellevarse si al menos hubiera tenido el decoro de rodearse de un equipo de gestores competentes. Pero su sectarismo le ha movido a enchufar en el caserón de la plaza de Sant Jaume a una camarilla de secuaces procedentes de su mismo submundo antisistema. Así nos luce el pelo.

Hace poco escuché a un prócer local el siguiente comentario. “O acabamos políticamente con Colau, o ella nos expulsará de la ciudad”.

Los agitadores ultraizquierdistas del estilo de Ada Colau surten efectos parecidos a los del cáncer. Se enquistan en el aparato de la Administración como la carcoma en el mobiliario y lo corroen desde dentro. Si no se extirpan a tiempo, existe el peligro cierto de que se propaguen en metástasis al cuerpo entero.