Vox y los independentistas son las voces más críticas frente a la sentencia, aunque por motivos bien diferentes. Los extremos se tocan; la distancia real entre Puigdemont y Ortega Smith es la eurofobia que sienten ambos. Las dos corrientes autoritarias se hacen inmateriales para desafiar a la razón, al sentido común y a la Historia. La sentencia aleja a la racionalidad democrática de los dos populismos (el xenófobo y el nacionalista). Unas horas después del fallo del Supremo, la pinza de la opinión une a nacionalistas y fascistas. La acusación popular y los reos guardan sus secretos en el mismo servidor; practican la ciberpolítica en la nube de la intolerancia; venden a ciegas su ideología en el mismo cloud computing, un lugar ignoto en el que el medio es de nuevo el mensaje.

Los manifestantes que tomaron el aeropuerto el lunes siguieron la línea del “destruir para poseer” en el momento de bloquear una instalación estratégica. Tsunami Democràtic aplica el principio que dice “si quieres hacerte con un país, primero debes empobrecerlo”; por su parte, Puigdemont y Comín han oído campanas y defienden a Maquivelo a la sombra de las coníferas de Waterloo. Cientos de turistas estuvieron encerrados más de diez horas en el aeropuerto, algo que por lo visto, “fue una muestra de salud democrática”, al decir de los hiperventilados. El procés vierte gasolina al fuego.

Puigdemont, Torra, Junqueras y el mismo Artur Mas decidieron crear estructuras de Estado para avanzar hacia la República. El infantil castillo de naipes se cayó y ahora los promotores del bochinche llaman fascistas a los jueces. Saben bien que, en España, la palabra no delinque; pero desde ahora también saben que el derecho penal es la última ratio, como han dicho las asociaciones de magistrados, Jueces para la Democracia (izquierda) y la Francisco de Vitoria (derecha). Mientras los bárbaros criptomesiánicos mantienen la llama de la protesta, el Govern define sus prioridades: primero ganar las inminentes elecciones autonómicas y después, reunirse con Sánchez y el Rey... y la Ínsula Barataria que gobernó Sancho.

Es cierto que una sentencia inteligente no podrá arreglar la crisis. Pero el fallo de 500 folios dice en un apartado que “un referéndum convocado al margen de la legalidad siempre será delito”. Ha llegado pues el momento de la reflexión para los nuevos oleajes indepes. No puede haber reincidencia ("ho tornarem a fer") o, en caso contrario, los condenados perderían los beneficios penitenciarios y los nuevos soberanistas serían sedicentes ante la ley. Para crear ambiente, el amortizado Torra compara a Cataluña con el Kurdistán ocupado.

Mientras nosotros nos peleamos, en Europa, ha hablado Zaratrustra: Berlín, París y Bruselas, no tienen nada que objetar respecto a la sentencia; dicen que solo cabe acatar el fallo de un tribunal de un Estado de Derecho con un marco constitucional muy claro. El fallo no es la venganza de la que habla el nacionalismo fantoche; los jueces de verdad, con Manuel Marchena a la cabeza, han demostrado que la Justicia está precisamente para evitar la impunidad y la venganza. A los muy cafeteros, la sentencia les parece poco y a los indepes les parece infame; pero no hay duda de que el Supremo ha aplicado el Código Penal; la Justicia no es democrática porque la opinión no está en su naturaleza; la Justicia solo habla en la lengua de los códigos. Mucho más: nadie ha coartado al alto tribunal, ni siquiera  Ignacio Cosidó, el extemporáneo senador del PP, que dijo aquello de “nosotros controlamos al Supremo por la puerta de atrás”. Hombre de Dios.

Se dice que el fallo puede desencadenar un auge del soberanismo. Pero los magistrados no han calculado el efecto político del fallo; no es su misión. Su auto desnuda el móvil de la sedición; profundiza en este delito por lo que tiene de desborde constitucional y de tumultuario. Ha llegado pues la hora de los recursos, y a la Defensa le conviene recordar que el Tribunal de Estrasburgo ha tumbado todas sus reclamaciones. Además, el mismo Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reprendido seriamente a Bélgica por su incumplimiento de más de un centenar de euroórdenes. Que la Defensa no se las prometa tan felices y que Ben Emmerson se olvide de la ONU. Nadie se chupa el dedo.

Mientras Cataluña bulle, España medita. En Madrid, la milicia catalana ha perdido apoyos; hoy, el Barça y el Primavera Sound respetan más al independentismo que Pablo Iglesias, el líder de negociar y negociar, sin soltar prenda. El 10N se acerca y la sensación de vacío se apodera de la extrema izquierda incolora, inodora e insípida. En Barcelona, las plazas del Tsunami son las uvas de la ira conviviendo con las plateas dulces de nuestros teatros. En plena rivolta, el Teatre Nacional ofrece La Rambla de las floristas, lágrima fácil y risita burlona para un epitafio inmerecido de Josep Maria de Sagarra. A Bru de Sala se le escapa la risita en medio de la gente, puesta en pie, aplaudiendo a rabiar al incunable y alimenticio autor. Son cosas nuestras; mezclar el romanticismo de glorieta (piensen en La ferida lluminosa) con las calles sin esperanza.

Los manifestantes se observan unos a otros pensando en el síndrome de Hong Kong, gritar y gritar hasta que te dejen por inútil. La movilización es una queja sin contenidos, porque la sala de casación no tiene vuelta atrás. Sólo se puede ir más lejos en el terreno gubernativo: provocar un 155, que reforzaría a la Generalitat en el exili, tal como teorizan los corifeos del todo o nada. Pero esto no interesa a casi nadie y menos a ERC, que derrota a JxCat por goleada en los sondeos. Seremos kurdos, pero no palurdos.