Allí donde los pueblos buscan las llamadas virtudes nacionales empieza la oscuridad. Ante esas supuestas virtudes, el conde Morstin de Joseph Roth amaba lo permanente dentro de la transformación, lo conocido dentro de lo inusual. Decía que los defensores de la nación son como la levadura que levanta la masa de pan. Ellos cuartean la complejidad, convierten los palacios en desuso en apartamentos dotados de ascensor y conserje.

Ahora, casi un siglo después del conde vienés, siguen sin entender la diversidad; se parapetan contra los viejos Estados de Europa, con la ayuda de nuevos imperios, como el de Vladímir Putin, o del que nos acecha, como Donald Trump, fin de la multilateralidad y reducción inquietante del horizonte humano. Mientras la república catalana discute de galgos y podencos, el Sahel africano en llamas es un almacén de armamento ruso y chino; pronto seremos la primera defensa de la frontera sur de la OTAN.

Las naciones se aíslan convirtiendo los derechos humanos en derechos nacionales. Los turiferarios del nuevo orden son la voz del resentimiento de raíz cristiana frente a la civilización antigua; la forja de un contramundo creado no para mandar, sino para juzgar. Y juzgar es una acción institucional mucho más fuerte que el poder ejecutivo.

La España troncal de Nebrija funciona todavía como una barricada esencialista delante de los nacionalismos catalán y vasco, ambos en retirada; el primero por el escozor del procés y el segundo porque ha sido capaz de vencer la tentación ultramontana.

Puigdemont se acerca a su expiación al instalar su domicilio en el Vallespir florit, rincón de Canigó, el poema épico que evoca al héroe atravesando los parajes de Gorges de la Fou. El exiliado vocacional evitó la cárcel y ahora se aproxima a su tierra poniendo en peligro el aforo europeo que le protege hasta las elecciones legislativas de la UE, en junio, dos meses después de los comicios catalanes.

Su contrincante, Pere Aragonès, acaba de proclamar el referéndum en pleno Senado, la Cámara Alta, donde los pares del PSOE lo repudian y los lores del PP, que son mayoría, lo odian. El president no afloja ni cuando los ministros de Sánchez le hacen el vacío; no acudiendo, el pasado lunes, a la Comisión sobre la ley de amnistía, conocedores de la exégesis secesionista. Si le piden contención, él remarca que habrá amnistía, referéndum, autodeterminación y toda la monserga, especialmente la nueva financiación catalana. El perdón judicial no importa a los senadores, pero la financiación especial de la que presume Aragonès es otro cantar.

Cuando se habla de financiación entra en juego el agravio catalán, una bicha a la que se enfrentan los presidentes autonómicos de los dos partidos mayoritarios, mientras las diputaciones forales del Reino mantienen el mutis, con el cupo vasco-navarro tradicionalista en el zurrón.

En ausencia de Sánchez, una vez más, Aragonès se crece y todos disculpan su heroísmo de salón porque saben que sus palabras son el producto de la cercana cita electoral catalana. Lo de Aragonès desatado fue un regalo del Senado al president de la Generalitat: trolee usted lo que le plazca y, a continuación, métase en el burladero. Un gancho al mentón de Puigdemont, en campo contrario; una patada al hombre de Waterloo en el trasero de sus inocentes señorías senatoriales.

En la política española, un Congreso de mayoría progresista tiene en frente a un Senado colonizado por la derecha. Es la dialéctica infernal de dos cámaras partidistas, incapaces de cumplir su misión representativa.     

A Nebrija se le unen Menéndez Pelayo y Giner de los Ríos, con la Institución Libre de Enseñanza a cuestas. España no es un mito, pero el flanco conservador de la política española exige a sus legiones que rescaten el pasado, algo que también se les da muy bien a los soberanistas periféricos. PP, Junts y ERC, además de cuentas pendientes, tienen sinergias. Los mitos son inventos lejanos que se crecen en las transiciones. 

La proximidad de los comicios nos sitúa ante las elegías de poca monta y tierra chica. Aragonès, su jefazo Junqueras, o el mismo Puigdemont nos hablan del desastre que le espera a la nación si no se consigue la independencia, sin aceptar que son ellos mismos quienes la empobrecen.

Frente a la falsa extremaunción que denunció aquel conde Morstin, siempre vestido de oficial del cuerpo de dragones austríaco, tenemos el deber moral de encontrar valores egregios, normalizados por los avances de la ciencia, la economía y el arte.

El misterio de los pueblos es como un haz de luz que nos permite ver el firmamento y cuyo radio crece a medida que se amplía el poder de nuestros telescopios. Gracias a la ciencia, vemos más, pero, como ocurre con la nación, también crece el universo de oscuridad que nos rodea.