Lo importante no es ganar la carrera, sino correr bien. Salvador Illa corre bien, como ha demostrado en la London School of Economics en una intervención en la que sostuvo hace pocos días un modelo federal para España que permita reforzar Europa desde Cataluña.

Pasado mañana, Viernes Santo, se reunirá en Edimburgo con Gordon Brown, el ex primer ministro británico de bandera laborista. La intervención en la London fue una Cena de las cenizas como la que le permitió a Giordano Bruno defender su opinión copernicana ante un auditorio pedante y cristiano duro en el Oxford del quinientos.

Ahora es distinto; la London de nuestro tiempo es un feudo del racionalismo económico defendido no hace mucho por Antony Giddens, la mano derecha de Toni Blair. Tampoco hace tanto de que el exconseller de Economía de la Generalitat Toni Castells expuso las balanzas fiscales españolas y salió a hombros del mismo auditorio de la London.

El modelo federal de Economía de Bienestar es la política de las cosas –sanidad y enseñanza públicas–, por utilizar el concepto manido de Ortega y Gasset. En su momento, la intervención de Castells puso la carga de la prueba en el federalismo asimétrico de Pasqual Maragall. Ahora, Illa ha reiterado la idea, pero da lo mismo porque todo ha salido del mismo laboratorio, situado a medio camino entre la cátedra de Hacienda de la UB y la sede del PSC.

No se trata de ideología, sino de normalidad ante los problemas que pesan sobre el ciudadano, en un mundo cambiante y ante las amenazas mal combinadas de Donald Trump, Vladímir Putin, Netanyahu o el Dáesh. Los asistentes a la conferencia de Salvador Illa acribillaron al candidato del PSC a preguntas sobre la amnistía y el posible referéndum de autodeterminación de Cataluña.

Illa se defendió atacando: “Desde que gobierna en España el Partido Socialista, ni una sola vez se ha quebrantado el Estado de derecho en Cataluña. Con el Gobierno del PP hubo hasta dos consultas ilegales”. La bandera de los derechos abunda la unidad, suficiente de l’aver meritato, como dijo Bruno en aquella cena anterior a su sacrificio ante la Inquisición.

España es un país de Torquemadas, pero todavía hay gente de bien, como ha demostrado Alejandro Fernández, el líder del PP catalán que se impone como candidato ante la pesadez nigromántica de Feijóo, el brujo de la tribu conservadora; y se anticipa al inopinado Borja Sémper, que ha pasado de ser buen poeta a replicar las campanas de la intolerancia y del mal gusto. Cuando la meiguería galaica empuja, la ensenada de Donostia se doblega.

Al referirnos a la London hablamos de la Sociedad Fabiana, su fundadora; de Graham Wallas, de George Bernard Shaw o de financieros allí fogueados, como Goldman Sachs y Merrill Lynch; de medio centenar de jefes de Estado y de profesores inolvidables, como Marjorie Grice-Hutchinson, conocida en España por sus estudios sobre la Escuela de Salamanca; y muy especialmente de Friedrich August von Hayek, nobel del 72, gran liberal, fundador de la Mont Pelerin (lobi de las políticas de la oferta en los cincuenta), contrincante de Keynes, economista de la demanda, y enfrentados ambos en un debate que duró medio siglo y se prolongó después de la creación del FMI.

Cuando hablamos de la London lo estamos haciendo de los altos anaqueles de las Doctrinas Económicas, una biblioteca borgiana del pensamiento y el análisis matemático. Salvador Illa, con un inglés de acento sureño, pero una sintaxis sin mácula, lució los colores de una tierra, Cataluña, que merece un futuro mejor del que sueñan los encapuchados del soberanismo sin horizontes.

Salvador Illa, el hombre tranquilo, rompió la manzana de la discordia ante el auditorio y partió las peras de un futuro ilusionante fundamentado en la verdad. Emuló con los hechos, no con las ideologías, como lo hizo Gordon Brown en el momento de la verdad de Escocia.

Obvió la magia del terruño, nuez de la “confrontación estéril y de la parálisis”, sendero de la escasa producción de energía en Cataluña; habló del retroceso de los alumnos catalanes significado por el último informe PISA y el éxodo de las mejores empresas”. El lenguaje de la Economía es diáfano cuando uno sabe lo que quiere para su país. El altar de los clásicos –Ricardo, Torrens o Malthus– y el gabinete de los neoclásicos –Alfred Marshall, Pigou, Pareto, Jevons o Fisher– sabe ser un crisol de comienzos esperanzados.