El respeto que un gobernante siente por los ciudadanos a los que representa se concreta en la televisión pública que tenga bajo su mando. Esta máxima explica, además de otras muchas cosas, las notables diferencias entre la BBC y Radio Televisión Española, que esta semana ha sido la moneda de cambio –fallida– entre los neosocialistas y Podemos, obsesionados con el control del ente público, donde trabajan 6.400 trabajadores y se administra un presupuesto, probablemente excesivo, de mil millones de euros.

La componenda, que se había negociado en secreto, sin luz ni taquígrafos, haciendo honor a la vieja costumbre de la partitocracia que los morados denominaban casta hasta hace no demasiado tiempo, y de la que ahora son parte influyente, pretendía pactar bajo la mesa el nombre de un nuevo presidente de consenso, pero limitando las conversaciones a dos bandas. Sin tener en cuenta la pluralidad parlamentaria y como contraprestación en favor de Podemos por su respaldo parlamentario. 

Sonaron los nombres de varios profesionales, en su mayoría con nula experiencia al frente de un medio de comunicación audiovisual, y con peor currículum todavía en lo que a la gestión empresarial se refiere, unidos a algunos comisarios políticos, que se apresuraron a borrar tuits de las redes sociales prevenidos por los actores del vodevil. Uno no sabe muy bien por qué los nominados, que al final se han quedado con la miel en los labios ante la negativa del PNV a secundar el juego, borraron sus opiniones personales de Twitter. ¿Acaso se avergüenzan de sí mismos? ¿Prefieren restringir su libertad de expresión a cambio de un cargo? ¿Alguien garantiza que no harían lo mismo con las informaciones comprometedoras?

Ninguna de las respuestas posibles a estas preguntas es buena. Porque han sido sus juicios, en algunos casos militantes, en otros, sectarios, junto a sus contactos políticos, los que los han colocado en la pista de salida para dirigir RTVE, aunque la llegada a la meta se haya frustrado por la indiscreción de unos, las ansias de otros y la crudeza del cambalache

La actitud de los profesionales de RTVE, los únicos conscientes de cuál debe ser su papel como trabajadores públicos, resulta admirable por anómala. Lejos de dejar de manifestarse en contra de la manipulación sistemática que se ha producido en el ente público durante los sucesivos gobiernos de Rajoy, que prolongó la costumbre de los primeros tiempos del PSOE de ocupar las instituciones como si fueran predios feudales, han hecho saber –alto y claro– que sus reivindicaciones no buscan cambiar de comisario político, sino trabajar con libertad, sin verse sometidos a la policía propagandística que abunda en todas las televisiones españolas. Absolutamente en todas. De Sur a Norte y viceversa.

Que los políticos tengan entre sus prioridades el control de la radio y la televisión pública, en lugar del desempleo o la agenda social, dice bien a las claras cuál es el juego en el que todos andan enredados. Los primeros, Podemos, que piensan que adoctrinando al personal van a recuperar la hegemonía que han perdido –probablemente para siempre– tras Vistalegre II y el episodio del chalé de Galapagar. TV3 es un ejemplo de cómo el independentismo usa sin rubor a su favor las instituciones de todos. Lo mismo ocurrió en Valencia y sucede absolutamente todos los días en Andalucía, donde Canal Sur, cuya audiencia no deja de caer, funciona con un consejo de administración anterior a la composición parlamentaria de las últimas autonómicas, directivos con salarios millonarios y la connivencia de ilustres pesebristas que se hacen llamar periodistas en lugar de lo que son: evangelistas del peronismo rociero

La diferencia entre un periodista y un comisario político es muy simple: los periodistas persiguen la verdad; los embajadores del poder trabajan con la mentira. Hacer ambas cosas al mismo tiempo es una tarea imposible. Lo mismo puede decirse de la televisión pública: sólo lo es verdaderamente aquella que, como cualquier otra institución de todos, trabaja en favor del interés general, en lugar de en beneficio de un partido determinado. Siendo la cosa tan sencilla que hasta Zapatero la entendió en su día, no se explica cómo el PSOE y Podemos no terminan de comprenderla. Salvo que ninguno, cobijados en la cómoda moral infantil de la izquierda, equivalente a la prepotencia de la derecha, quieran realmente comprenderlo. Los trabajadores de RTVE tendrán que repetírselo. Con subtítulos: “No es no”.