“En la edad madura uno todavía es joven, pero lo es con mucho más esfuerzo”. Esta frase de Jean-Louis Barrault, un actor y mimo francés, da en la tecla (dominante) del grand piano de la política catalana –y, por extensión, española– tras las elecciones del pasado 12M. Semana y media después de los resultados, parece indiscutible que la orquesta del Titanic está interpretando sobre la cubierta del barco una nueva partitura. Los independentistas han perdido la mayoría parlamentaria y el PSC se ha situado en el eje central de la estación.
Todavía no regula el tráfico, pero tiene opciones de hacerlo. No está garantizado que vaya a haber un Gobierno ni tampoco se sabe su composición, pero las urnas –esta vez, sí, absolutamente legales– han establecido de forma concreta, aunque sea por descarte y exclusión, el hartazgo de la sociedad catalana con un estilo de gobierno que consiste en atarse sin cesar en la bandera y sustituir la acción de gobierno –que es la tarea para la que los ciudadanos eligen a sus políticos– por la reivindicación de una independencia imposible. Entramos en otra fase con apariencia distinta. Como se dice ahora, cambiamos de pantalla.
Hay quien piensa y escribe que estos comicios son el sepelio –¿definitivo?– del procés. Si por tal cosa entendemos la unilateralidad, que era el caballo en el que cabalgaron Puigdemont y Junqueras, puede considerarse una tesis verosímil. Pese a los indultos y a la amnistía, cuyo indigno relato sobre la democracia española no prescribe por mucho que haya quien defienda (en su propio interés) que ha ayudado a relajar las posiciones –“en la mentira puede haber muchos matices, en la verdad en cambio no cabe ninguno”, escribió el gran Baroja–, el nuevo escenario catalán todavía presenta demasiadas incógnitas.
De cómo vayan resolviéndose dependerá la restauración de una nueva concordia española, ese patrimonio político que parece haberse convertido en cosa del pasado. Entre los interrogantes del 12M, el mayor no es la composición del Govern –si Illa gobernará solo o en compañía de otros–, sino el nuevo marco que se establezca. Todo pasa ahora por el PSC, que tiene que decidir –una vez más– qué quiere ser de mayor. El tránsito desde la imposición independentista a una etapa distinta, basada en el diálogo es, sin duda, positivo, pero no ahuyenta todos los fantasmas que persisten en el escenario del gran teatro catalán.
¿Negociar qué y para qué? Este es el nudo de la nueva legislatura catalana. La prueba de carga. La oportunidad (histórica) que tienen los socialistas catalanes de contribuir a la estabilidad (de todos) o, por el contrario, insistir en el desgobierno. No va a ser una tarea fácil. Madurar exige esfuerzos, sacrificios y no mentirse delante del espejo. En el PSC, más que dos almas, lo que ha primado casi siempre es la conveniencia y la práctica de la hipocresía. Maragall intentó articular –con el famoso tripartito, en el que después le sucedería Montilla– una hegemonía a costa de mimetizarse con el nacionalismo. Un error que se tradujo en 14 años de oposición en Cataluña. Exactamente los mismos del último ciclo nacionalista.
El Estatut, cuyo apoyo social fue muy discreto, por mucho que los portavoces de la cosa lo señalen como la génesis del procés, fue una decisión imprudente y táctica procedente de las élites del PSC, no una reivindicación popular que surgiera desde abajo hacia arriba. La representatividad, como todos sabemos, fue fabricada y amplificada a posteriori. Si Illa insiste en este mismo camino –que pretende un trato fiscal diferencial para Cataluña, a costa del resto de las autonomías españolas–, incluso si plantea una nueva reforma estatutaria en esta misma dirección, el conflicto catalán no se atenuará. Únicamente adoptará otro disfraz.
Acaso parezca una máscara más amable con respecto a la faz del independentismo, tan aficionado a imponer sambenitos de buenos y malos catalanes, pero su sustrato procederá de la misma fuente: la desigualdad entre ciudadanos. Un principio que es antagónico a la tradición republicana y opuesto al legado cultural de la Ilustración. Cataluña necesita sosiego. Sus problemas sociales, enquistados desde la grave crisis de 2008, no han hecho sino incrementarse en estos últimos años, aunque entre buena parte de sus clases dirigentes –de uno y otro signo; en esto no hay diferencias– subsista todavía la cómoda tentación de negar la mayor, acogiéndose de nuevo al agravio permanente (con Madrid) o practicando esa autocelebración (ridícula) que encierra la expresión de una nostalgia por los tiempos pasados.
Cataluña ganaría mucho más liderando –con Barcelona como punta de lanza– los anhelos de igualdad de la España periférica (que es la antítesis de la España plurinacional) que enrocándose en una reformulación de su supuesto factor diferencial, aquel invento (vanidoso) de la vieja burguesía decimonónica que, como consecuencia del síndrome de la emulación social, tan habitual en las sociedades verticales, se extendió a las clases populares durante los lejanos años de la Transición, cristalizando después en el pujolismo como fórmula (fenicia) para controlar y administrar las reivindicaciones sociales, encauzándolas y manipulándolas.
El PSC, en definitiva, tiene que decidir si cree en una España basada en la igualdad –de derechos y ante la ley– o en la identidad. No hay más milongas. Si opta por la primera opción, el procés habrá, en efecto, fenecido. Si elige lo segundo, lo resucitará. “La juventud es un disparate; la madurez, lucha, y la vejez, remordimiento”, escribió Benjamin Disraeli.