En el universo digital las novedades duran un segundo. A lo sumo, dos. Así que cuando este aguafuerte se publique el efecto del Gobierno de Pedro Sánchez probablemente será historia. La novedad se habrá convertido en habitual. Y empezará la campaña del nuevo ciclo electoral, donde se dirimirá (de nuevo) si el bipartidismo ha muerto o, contra todo pronóstico, renace de sus cenizas. Los nombres del nuevo Ejecutivo han sido un éxito en términos de marketing político tanto como irrelevantes desde el punto de vista parlamentario.

Pero el espectáculo, eso hay que admitirlo, ha dejado escenas memorables: el bolso de Soraya en el escaño de Rajoy, el vídeo en el que Susana Díaz celebra –sin nombrarlo– que haya “un presidente socialista” –que no es Ella–; o el papelón de Pablo Iglesias, el hombre del chalé en Galapagar, buscando un ministerio como quien mendiga cariño tras un divorcio. Su Peronísima, desolada, intenta que nos olvidemos del “Pedro, no mientas, cariño”. E Iglesias ha pasado del violento sorpasso a la entrega al tiempo que su hipoteca agota el primer mes de carencia. 

Podemos, hace tres años, era el partido cool. Ahora parece tan viejo como las canciones de Paco Ibáñez. Los socialistas, que mordían las mesas vacías de la irrelevancia, vuelven a estar de moda. Cs se pregunta por qué diablos las encuestas no se quedan quietas y el PP resucita el viejo lema de “España se rompe por culpa de los filoterroristas”. Todo junto. El circo ha mejorado los índices de audiencia de las televisiones, pero en el fondo todo sigue igual. Agotado el 155, el Govern recupera el control de los dineros –de todos– y piensa seguir dándonos la matraka con su selección de éxitos victimistas.

Sánchez ha llamado ya a Quim Torra para proponerle un encuentro. Su portavoz califica la decisión como un gesto de normalidad. Será absolutamente estéril. La marioneta del napoleoncito de Berlín, en cambio, no ha hecho ningún movimiento, ni siquiera leve, para lograr un apaciguamiento. Todo lo contrario: siguen convirtiendo las playas en cementerios de cruces y colgando lacitos amarillos como los boy scouts, la organización más deplorable que existe después de la tuna universitaria. 

¿De qué quiere hablar Sánchez con Torra? La portavoz del Gobierno socialista dijo tras el consejo de ministros que “el principal problema de España es la integridad territorial”. La frase puede calificarse como un absoluto desastre. España no tiene ningún conflicto territorial, sino político. Y la única causa es un problema imaginario que sólo existe en las mentes de los soberanistas, que llaman fascistas hasta a las macetas del balcón. “Iremos con la Constitución en una mano y el diálogo en la otra”, dicen desde Moncloa para explicar cómo afrontarán el cónclave. La frase, réplica de la célebre sentencia que pronunció Arafat cuando fue a la ONU, es bastante desafortunada. El Ejecutivo de Sánchez no puede –ni debería– prestarse al teatrillo soberanista. La independencia es un imposible y un referéndum pactado también, salvo que votemos todos los españoles. No parece nada probable.

El presidente socialista quizás tenga la tentación de explorar otras alternativas. Todas son inquietantes. Un indulto para los presos (comunes) independentistas sería reconocer que Cataluña es patrimonio de los nacionalistas, obviando a la mayoría de catalanes que no lo son. El gran error histórico de los socialistas con el nacionalismo ha sido siempre el relativismo. No es nada descartable que se repita. Sencillamente, una vez consumados los saludos de cortesía, no hay margen alguno para el diálogo.

Los nacionalistas no van a hacer acto de contrición, ni siquiera el reo Sor Junqueras. Los fugados de la justicia deberían ser juzgados, no amnistiados. Sería un precedente nefasto que daría alas a la tesis soberanista de que la justicia puede ser una extensión más del poder político. Y la caja única, el instrumento esencial de la solidaridad nacional, no puede trocearse por el capricho egoísta de unas élites tan populistas como corruptas. Con los soldados dogmáticos del supremacismo no cabe hablar de nada. Primero porque ellos no escuchan a los demás. Sólo se oyen a sí mismos. Y segundo porque la bilateralidad es contraria a la igualdad. Si Sánchez extiende la distensión más allá del protocolo se estrellará en las urnas. Es probable que lo haya pensado. O alguien se lo haya dicho. Si quiere perdurar haría bien en no convertirse en otro Zapatero.