Uno de los (falsos) mitos que ha logrado colocar en la agenda mediática internacional el independentismo catalanufo, que congrega bajo la sombra (subvencionada) de la misma causa a los pijos de la Upper Diagonal y a los carlistas del país interior, es que el prusés es un proyecto democrático y pacífico. Donde se vota (aunque sean pantomimas) y reina la libre elección. Eso cuentan los exiliados de la diáspora dorada, que no son tales, sino simples fugados de la justicia. Lo repiten también los políticos presos --cada vez más-- al invertir los términos de su denominación para dotarse de una dignidad que no conocen ni por el lomo. 

Los indepes, que hasta ahora han jugado a la revolución de salón sin padecer ni una sola de sus consecuencias, insisten en implantar en el Noreste de la Península un régimen donde la identidad, el patrimonio y la libertad se ordenarían por decreto tribal. Una deliciosa republiqueta donde ellos, los señores de la patria, ordenarán a los jueces (catalanes) quiénes deben entrar y salir de la cárcel y cuál es la ley (catalana) que, con independencia de si ha sido sancionada lícitamente o no, debe regir en sus dominios. La suya es una extraña forma de democracia que consiste en hacerse el sordo cuando hablan los demás, fingirse ciego ante las evidencias e, igual que los adolescentes caprichosos, patalear cuando alguien les recuerda que la vida adulta consiste en crecer y asumir las propias frustraciones

Todos los partidos de la cosa están ya trabajando en esta línea, igual que en  Euskadi: trasladar el frentismo político a la calle. Amplificar la agitación social. Enfrentar a unos catalanes con otros

Tras toparse con el muro de la ley, la estación terminal del tren del prusés, descarrilado por la higiénica aplicación de la Constitución, las huestes catalanufas han decidido tirarse al monte --Barcelona es una ciudad con la inmensa fortuna de tener mar y montaña-- y replicar, a su manera, los célebres hábitos de los gudaris abertzales, esos cráneos privilegiados. Todos los partidos y grupúsculos de la cosa están ya trabajando en esta línea, igual que en su día sucedía en Euskadi: buscan trasladar el frentismo político a la calle. Amplificar la agitación social. Enfrentar a unos catalanes con otros. Ya está ocurriendo: los Comités de Defensa de la República (CDR) ejercen como parapolicías ideológicas; los Mossos, convertidos desde el principio en un cuerpo partidario, continúan bajo sospecha; los actos de hostigamiento contra quienes ejercen cualquier clase de libertad personal --los periodistas de esta casa; los políticos de las fuerzas constitucionalistas-- se han convertido en cotidianos, igual que las esteladas en los balcones, las miradas de desconfianza al doblar ciertas calles, los escraches, los cortes de carretera, las llamadas a la huelga general --con unos sindicatos entregados a quien les paga-- y otros espantos más que deseamos que no pasen a mayores. 

Hay quien piensa que relacionar la deriva soberanista con el  fascismo es una comparación exagerada. A nosotros nos parece exacta

Después de vivir el mayor atentado desde el 11-M, Cataluña tiene más motivos para preocuparse por esta batasunización indepe que por los terroristas confesos. Los muertos de las Ramblas dejaron muy pronto de importarles los soberanistas, para los que sólo cuenta su credo político. Los únicos muertos que les interesan son sus mártires. Necesitan tontos útiles que se crean héroes por hacer pintadas en la casa del juez Llarena y en las sedes de Cs, PSC y PP. El amedrentamiento social contra los enemigos de la fe (procesista) ha obligado al Gobierno a aumentar hace días los escoltas policiales de los líderes constitucionales. Un síntoma de que una parte de la sociedad en Cataluña, aquella que ha decidido dejarse conducir (al abismo) por estos mesiánicos salvapatrias, ha perdido definitivamente el oremus

Hay quien piensa que relacionar la deriva soberanista con el monstruo del fascismo es una comparación exagerada. A nosotros nos parece bastante exacta. Tzvetan Todorov, uno de los pensadores más brillantes de los últimos tiempos, escribió: “El totalitarismo reproduce características de la sociedad de ayer en un marco moderno y busca someter al individuo al grupo para imponer unos únicos valores a toda la sociedad”. ¿No es esto lo que ahora mismo está ocurriendo en Cataluña? Vasili Grossman, autor de Vida y destino, advierte de cuál es el método para conseguirlo: “El totalitarismo no puede renunciar a la ininterrumpida, directa o enmascarada, violencia. Si lo hiciera, perecería”. Cataluña tiene que lidiar con un demonio tan inquietante, o más, que el integrismo salvaje: este nuevo batasunismo cinco estrellas.