Mi reflexión peripatética y yo paseábamos ayer bajo este agradable verano otoñal que tanto le gusta a Greta Thunberg. Mientras caían las hojas de los árboles a docenas, aventadas por Eolo, me entretenía, cual vulgar Rousseau, en sacar punta a las muchas noticias que había ido picoteando aquí y allá en las últimas horas. Hechos aislados, deslavazados por lo variopinto e insulso, aunque unidos, cómo no, por el nexo de todos los nexos; ya saben: el postprocés catalán. Permítanme ofrecerles una rápida y divertida panorámica de las venturas y desventuras de esta parroquia de enajenados.

Vaya por delante que están todos como un rebaño de cabras; para encerrar y tirar la llave al río. A ver, repasemos… Quim Torra, y 574 lanceros tractorianos, van al galope y se inculpan ante los tribunales por los hechos de octubre de 2017. Y después, a comer y a beber ratafía, que son dos días. Laura Borràs, como un tsunami --es decir, tan desatada como Rocío Jurado cuando cantaba a pecho pletórico aquello de “Como una ola”--, está que se sale de tanto desparrame; tanto, que necesitará una talla más de pantalón a riesgo de matar a alguien de un botonazo, porque igual va y declara que "Cataluña está en estado de emergencia nacional" como que te monta un pollo de lo más fascista en La Sexta, exigiendo un respeto al que nadie le había faltado en ningún momento. La equina y alegre Míriam Nogueras, por su parte, atiborrada de alfalfa fresca, relincha y compara a jueces, políticos y periodistas, con ratas de cloaca, y se queda tan feliz y trotona. Y en TVen3, Toni Soler se pega el gustazo de que en uno de sus programas califiquen, entre carcajadas, eso sí, a los Mossos como "putos perros de mierda". Finalmente, Elisenda Paluzie se congratula de que esas "pequeñas dosis de violencia alegre, festiva e inclusiva", al estilo de La Purga que se han vivido, y que se vivirán, en Barcelona, permitan seguir haciendo visible la lucha del masacrado pueblo catalán en todas las portadas de los tabloides del mundo.

Y tres breves pinceladas más para acabar este repaso rápido al sindiós catalán de los últimos días: Dispuestos a emular a Gabriel Rufián, los cuperos del mambo se presentan a las elecciones del 10N, porque en Madrid se vive muy bien y desde allí se destruye mejor a España; en Barcelona, unos cientos de pijoflautas, con menos cerebro que una sepia oceánica, se entregan a la molicie, sofá incluido, en plena Gran Vía, pidiéndole a mamá que les traiga el Nesquick, baterías para el iPhone, garrafas de agua de ocho litros para que no les vuelen las tiendas por los aires y condones, que la revolución sin sexo no es revolución. Y para sexo, y aquí lo dejaré, el de Waterloo, donde la Casa de la Republiqueta lleva camino, según ha desvelado Salvador Sostres en una columna, de convertirse en un putiferio sedicioso --con farolillo rojo incluido-- en el que a altas horas de la madrugada, en plan vodevil “chechuá”, los invitados de Puigdemont se atan a barras de armarios, pierden bragas y calzoncillos y se entregan al fornicio.

Así está el patio, amigos. Estoy seguro de que admitirán que, de no ser tan patético, triste y surrealista el proceder de esta horda de descerebrados, y de poder obviar el irreparable daño que nos causan a todos, su demencia, su imbecilidad y sus astracanadas dan para llenar 30 o 40 temporadas de una sitcom de Netflix que arrasaría en todo el planeta.

Pero vuelvo al punto de partida, a Las ensoñaciones del paseante solitario, que al estilo de Jean-Jacques Rousseau me llevaba yo entre manos varios párrafos más arriba. Tras repasar todo lo narrado, recordé haber leído en numerosísimas ocasiones la brillante reflexión que hace del nacionalismo catalán el jurista Alfons López Tena, que siempre repite, hasta la saciedad, que el nacionalismo no persigue en absoluto la independencia, sino instalarse en la constante demanda y reivindicación rastrera --¡échame algo, payo, que es triste de pedir pero más triste es de robar el 3%!-- y que solo encuentra solaz, refugio, sentido existencial y priapismo colectivo feromónico en el hecho de vivir atrincherado en un sempiterno llanto, chemequeo, mucosidad, agravio y victimismo. Solo desde esta óptica se entiende su perpetua celebración de la derrota, su soporífera letanía basada en el miserere mei, Deus, y ese espeluznante y depresivo himno nacional, lúgubre y fúnebre, que tanto le gusta entonar en los días de harakiri colectivo.

Y en esas estaba, en mitad de mi paseo, cuando prorrumpí en un liberador “¡eureka!” que me dio la solución. Sí, sí, la solución que nos permita vivir en paz y felicidad a todos al menos 300 años más, hasta 2314 por lo menos. Síganme, que se lo explico… Mientras ERC y JxCat se matan por el liderazgo de la tropa sediciosa, mientras Bernat de Dédeu y Xavier Sala-i-Martín, y muchísimos otros, se tiran los trastos a la cabeza acerca de qué votar o no votar el próximo domingo, yo afirmo que lo mejor, al menos para los indepes, es votar a Vox.

Ríanse conmigo, que esto es un drama, e imaginen los resultados del 10N. Si el PSOE es el partido más votado --en una situación de nuevo bloqueo tras la noche electoral--, tendremos Gobierno Frankenstein al canto, y en Cataluña un tripartito de izquierdas, con Miquel Iceta bailando cual derviche giróvago de la mano de ERC y de los Comunes. Para el nacionalismo radical, un auténtico desastre, pues significará volver a un autonomismo con vaga promesa de federalismo asimétrico y lo que te rondaré, morena. Un calvario, vaya. ¿Pero qué ocurriría si los indepes, en un acto lúcido y desesperado, basado en su teoría de “cuanto peor, mejor”, votaran a mansalva a Vox? Pues que eso lo arreglaría todo...

Con el PP o Ciudadanos en el Gobierno --¡Ay, Rivera Boabdil, qué gran error el tuyo!-- tendríamos un 155 no tan light como el de Rajoy, pero fijo que lo aplicarían bajo en calorías, sin gluten y con poca sal, toqueteando aquí y allá. Pero si lo aplica Santiago Abascal, ¡ay, madre!, lo de Hiroshima se iba a quedar corto: la Generalitat, tapiada; adiós a los Mossos sediciosos de Albert Donaire; el Parlament, a tomar por el saco; TVen3 emitiendo marchas militares y Verano azul --con Pilar Rahola dando charlas de pueblo en pueblo--; todos los medios subvencionados, chapados; las embajadas, a la mierda; Torra y Puigdemont a la fuga, montando el Nou Consell de la Republiqueta en Kazajistán, con Valtònyc rapeando en kazajo por las esquinas, ciego de marihuana; y en las escuelas 50% de español y clases enteras dedicadas a Covadonga, al Cid, a las Navas de Tolosa y a Lepanto.

Con Vox controlando los códigos de lanzamiento y el maletín de misiles nucleares, el “sediciosillo medio”, de andar a pie, vería todos sus afanes colmados, y tendría una utopía que iluminara nuevamente su pobre y mediocre vida tras tanto engaño, tanta paparruchada, tanto farol de póquer y tanta tomadura de pelo por parte de los inútiles cantamañanas que le han usado a placer. Volvería, de golpe, la unidad de acción perdida; se recobraría la esperanza; brotaría el partisanismo, la resistencia, el traslado de urnas de madrugada y el lanzamiento alegre de las octavillas impresas en ciclostil clandestino; los lamentos colectivos en familia, los domingos, con los canelones de l’àvia Siseta en la mesa, y las danzas tribales frente a los muros de Lledoners. Todo volvería a ser, así, por arte de birlibirloque, maravilloso. De este modo, con Vox, la "derechita valiente" que no está para zarandajas ni lisonjas, serían felices a rabiar los indepes, esos burgueses ultraderechistas tractorianos, hispanofóbicos y mezquinos, aburridos hasta la náusea de sus colmadas vidas de abundancia, exentas de acción y emoción. Y también seríamos felices los tabarnianos, que iríamos a lo nuestro, en silencio y de forma ordenada, como siempre, sin meterle el dedo en el ojo ni amargarle el postre a nadie. Y Dios en cada casa y corral. Y aquí paz y luego, gloria.

Ojalá esta astracanada les haya hecho sonreír en días tan complejos y desasosegantes. Quizá, después de todo, esta humorística disquisición encierre algo de verdad, porque como escribía Constantino Cavafis en su poema Los bárbaros (aquí ese Vox inclemente), al final bien pudiera ser que los bárbaros fueran parte de la solución y no una desgracia.