A tan solo seis semanas del 12 de mayo, jornada electoral catalana, se dice, se comenta, se rumorea, y así lo confirman diversos barómetros demoscópicos –el de El Español, el CEO de la Generalitat, y el efectuado hace escasos días por Crónica Global– que Salvador Illa, líder autonómico socialista de semblante doliente y triste figura quijotesca (póngale perilla y gorguera y colóquelo en El Entierro del Conde de Orgaz de Doménikos Theotokópoulos) ganará los comicios por amplia goleada, pasando de 33 a 38 escaños, quizá incluso alguno más.

Estoy que reviento de gozo. Ni se lo imaginan. De ser así, el exasperante proceso de reconciliación, reencuentro y concordia entre catalanes, quedará cerrado –bendito sea Pedro Sánchez– y bien cerrado. Estoy por servirme un whisky y sentarme junto al teléfono a esperar la llamada contrita, apesadumbrada, de esos amigos del alma, que lo fueron durante décadas en bautizos, bodas y funerales, y que se perdieron irremediablemente en su viaje a Ítaca; es decir, en su viaje a ninguna parte. Se me humedecen los ojos tras tanto sufrimiento. A mis brazos, estelados, bienvenidos al sentido común. Por fin dejaremos también de matarnos en familia el maldito día de Navidad.

Dice Salvador Illa que ganar los comicios será prueba irrefutable de lo mucho que necesitábamos los indultos (y la eliminación de delitos, la persecución de jueces, la vulneración de la Constitución) y la amnistía, porque opina que resulta infinitamente más peligroso, aunque nunca haya roto un plato, Santiago Abascal que Carles Puigdemont. Añade, eso sí, que a ERC y a Junts les iría muy bien una temporada en la oposición, pero que está abierto a hablar con todos de todo, y que no se cierra a ningún pacto… ¿En qué quedamos?

Con Salvador Illa postulándose victorioso como nuevo president de la Generalitat todo volverá a ser como otrora fue; una apacible simbiosis entre los autóctonos de ocho apellidos barretineros y los pijoaparte ñordos constitucionalistas, que, después de todo, no eran tan fascistas y solo pretendían vivir en paz y en gracia de Dios. Salvador se encargará de ponerlo todo en orden, incluso en hacer cumplir el mandato de la UE de que los niños puedan formarse en español al menos un 25% de las horas lectivas; adiós a la hispanofobia, a la radicalidad, al odio exacerbado. Aunque, claro, me pregunto, por pura lógica, con quién pactará Salvador para llegar a los 68 escaños que marcan la mayoría absoluta… ¡Ay, a ver, a ver, que vivo sin vivir en mí!

Veamos. La medalla de plata en el podio electoral será, indistintamente –y según el sondeo que validemos–, para los de ERC de Oriol Junqueras, el tumbaollas insaciable (28 escaños), o para los de Junts (33 escaños) de Carles Puigdemont, que en otro arrebato de sublime egolatría –el hombre está que se sale tras ser exhumada su momia por Pedro Sánchez– ha tirado a la papelera el histórico de siglas sucesoras de la antigua CiU apostando ahora por el rimbombante Junts+Puigdemont per Catalunya. No vaya a ser que a alguien se le olvide quién manda aquí. La verdad es que a mí me suena muy rockero, ya saben: Ian Dury+the Blockheads, Tom Petty+the Heartbreakers, Paul McCartney+The Wings. Y si lo leemos al revés, los de Junts son los teloneros y él es David Bowie redivivo, ¡qué leches!

Las dos formaciones, ya lo saben ustedes, se odian a muerte. Hasta las trancas. Ambas son paradigma del nacionalismo uniceja más excluyente y totalitario –ya sea el carlismo campanilista de los primeros o bien el fascismo urbano upper side Diagonal de los segundos–, aunque Junts+Cocomocho se lleva la prez de largo en lo ultramontano y radical.

Los de ERC aún se plantean –ahí tienen a Marta Rovira jactándose desde Suiza de llevar semanas negociando su referendo de autodeterminación con el PSOE– cómo seguir apoyando al autócrata de la Moncloa tras las elecciones, y de qué manera conformar en Cataluña el imprescindible tripartito con Salvador Illa y los socorridos Catalunya en Comú de Jéssica Albiach –formación que ha cambiado su nombre por el de Comuns Sumar y que podría obtener 5 escaños–.

ERC no quiere perder comba en la carrera por el poder, a pesar de la ineficacia demostrada por Pere Aragonès estos últimos años. Aragonès también saca pecho y niega un posible pacto con Salvador Illa, que según él es sólo un mandado, un correveidile de Sánchez, pero aún le preocupa, en mayor medida, el más que posible sorpaso de los de Puchi.

Carles Puigdemont, por su parte, va a degüello, a por todas, a tumba abierta. Si no es investido presidente dice que dejará caer a Sánchez. E insiste, el muy pechotordo, en que sólo regresará a Cataluña de hacerlo en olor de multitudes, cual César invicto. Podrán verle estos próximos días, resoplando y aventándose sudoroso el flequillo, instalado cerca de la frontera española durante la campaña electoral, participando por vía telemática en los mítines, rodeado de una miríada de micropartidos de lo más ridículo e insignificante, y con Míriam Nogueras trotando a su alrededor. Aunque en algunos sondeos supera a ERC, Carles lo tiene mal porque no tiene programa de gobierno alguno, ni planes para Cataluña, ni está dispuesto a liderar la oposición en caso de derrota. Puigdemont solo sueña con reeditar y consumar el procés de marras, y con bloquear todo lo bloqueable en términos de gobernabilidad autonómica y nacional. El de Waterloo tiene alma de Unabomber.

Junto a eso, Puigdemont se enfrenta a un elemento adverso que puede trastocar sus planes restándole votos. Ese elemento se llama Sílvia Orriols, alcaldesa de Ripoll y líder de Aliança Catalana, candidata que no solo es independentista de soca-rel, sino que ha sabido poner el dedo en la llaga que más duele y menos se atreven a confesar los catalanes públicamente: el caos actual de la inmigración y la creciente inseguridad en las calles. Pese a que Aliança Catalana no tiene implantación en nuestra geografía y difícilmente logrará representación parlamentaria –los sondeos otorgan a Orriols un exiguo 2,2% de votos que irán a parar a la papelera– puede hurtarle algunas decenas de miles de papeletas al líder de Junts.

Ya fuera del podio, en cuarta posición, encontramos al PPC liderado por Alejandro Fernández, que podría pasar de las 3 actas actuales a una horquilla de 12-15 diputados, según los sondeos. Subida a todas luces espectacular, aunque creo que se queda algo corta. Alejandro, un político intachable, inteligente y de brillante oratoria, puede recibir el voto de muchos socialistas aún instalados en el decoro democrático y el sentido común, y absorber a la práctica totalidad del electorado de Ciudadanos. Las encuestas auguran un batacazo definitivo a Carlos Carrizosa y a los naranjas, que quedarían fuera del Parlament perdiendo sus 6 escaños actuales. Noticia ciertamente triste, porque Ciudadanos ha sido durante años almadía y refugio de muchos; pero derramar a estas alturas lágrimas por las arboledas perdidas ya está fuera de lugar.

Finalmente, Vox se mantiene en intención de voto; Ignacio Garriga obtendría entre 8 y 11 escaños, pero no sería decisivo en ninguna ecuación. Por su parte, la CUP, con 7-8 diputados, solo podría aspirar a redondear un nuevo e improbable frente nacionalista (Junts+ERC+CUP) dispuesto a volver a las andadas y a las barricadas si la aritmética lo permite. Confiemos en que el odio que se profesan nos salve de semejante locura.

El endiablado tablero de juego de la política catalana ha convertido la política española y la gobernabilidad de nuestro país –y Pedro Sánchez en su absoluta amoralidad es el gran culpable– en un mero satélite, un mero apéndice de lo que aquí se cuece y se ventila. La política española y la catalana son ya un vaso comunicante. Aquello de que, si una mariposa aletea aquí, se desata un tsunami en Madrid. Sánchez pagará, por tanto, la factura que le exija el nacionalismo para que Salvador Illa presida la Generalitat. Un fracaso en este sentido tumbaría la legislatura. Ya estamos mal, porque no hay acción de gobierno, ni hay presupuestos, y todo está parado; pero aún podríamos estar peor y regresar a 2017. Así que habrá tripartito de izquierdas o repetición de comicios. 

El día 12 saldremos de dudas y sabremos de qué mal –porque yo no veo mucho bien en nada de todo esto– hay que morir. Aunque sea con la ironía colgando en los labios no dejen de ir a votar. Sean felices.