Un buen día, UGT se hizo mercantilnacionalista. Entonces ¿Por qué no podría ser de Esquerra el conseller de Trabajo, Chakir El Homrani, formado en UGT y nombrado por Torra? Todos sabemos todos la trifulca de Babel que llevan montada los patriotas, provistos de estandartes, yelmos, escudos y armaduras para pelearse con España, con la ayuda del Ejército Rojo y la sonrisa de Putin, el malévolo. Pepe Álvarez, a la sazón actual secretario general de UGT España, cuando dirigía la central sindical en Cataluña, hizo votos de amistad en la Casa Gran. No dábamos con la tecla al ver al ex líder sindical de Macosa, un metalúrgico de piedra picada --amigo de Raimon Obiols, el último socialista-- hablando de restituir el sindicato mercantil de los dependientes de comercio; no entendimos nada; se vislumbraba todo, incluso una nueva edición del sindicato de camareros, al servicio de Martínez Anido.

Hasta que caímos en la cuenta de que UGT perdía militantes frente a CCOO. La acrópolis socialista tuvo que defenderse de los bárbaros del norte. El penúltimo refugio del expresident, Josep Tarradellas, como militante del Centro Autonomista de Dependientes del Comercio y de la Industria (CADCI) en la Rambla de Santa Mónica, sede moderna de UGT, estaba siendo acosado por las hordas eurocomunistas de Joan Coscubiela, el sabio de la CONC, monologuista peripatético. Y ahí arranca aquella UGT en la que se afilió el profesor Fabián Estapé, sin un porqué, y que aglutinó a cuadros del nacionalismo que daban un poco de grima; los mismos que, con el tiempo, fueron sustituidos por alfiles de la ERC de Carod Rovira, un lingüista de izquierda nacional, pero de derecha sintáctica y normativa. Allí empezó la fiebre ugetista por detener la creación en Cataluña de un sindicalismo nacional, al estilo del Ela STV de Euskadi o de la exótica Converxencia Intersindical dos Traballadores do Galicia. ¿Por detenerla o por ocupar su lugar?

Si ser nacionalista es tórrido, lo del sindicalismo nacional resulta asfixiante. Pero en determinado momento, tuvo su aquel; apareció el Sindicat Unitari (el CSU), una cochambre corporativa, más falsa que un duro sevillano, comandada por un tal Sanromà, ave rapaz de los años de acero, conocido con el alias de Pájaro loco, ex secretario general de la ORT, uno de aquellos grupúsculos situados a la sombra del frente democrático, en los últimos años del Antiguo Régimen. Desde entonces, el tiempo se ha comido sus propias costuras y ahora triunfa aquí de boquilla una reproducción de aquel CSU, la Intersindical indepe del irredento Carlos Sastre, un ex Terra Lliure unido sensorialmente a la barricada Gavroche de Victor Hugo. Sastre es cualquier cosa menos el dirigente serio de un sindicato de clase; su organización telúrica se encarga de las huelgas de funcionarios del Govern empujadas por sus jefes de personal, los políticos indepes.

Y ahí encaja el bueno de Chakir El Homrani, un muchacho de Can Bassa (Granollers), sociólogo de oficio, que en 2004 empezó a militar en ERC y que enseguida se hizo un hueco como secretario de Organización de Avalot --la rama juvenil de UGT--, un nombre tonitronante, que evoca el motín de las quintas de Barcelona contra Carlos III, el monarca reformista.

Ahora, El Homrani es el consejero de Trabajo de la Generalitat y honra a Camil Ros, actual secretario general de UGT en Cataluña, el que precisamente fuera fundador de Avalot, en 1989. Lo que un día los unió persiste: aportar socios a una UGT entregada al discurso soberanista; es decir, la antesala del nacional sindicalismo a casa nostra, en el que se confunden las tangentes entre la causa social y la causa nacional. Homrani vive en la permanente vigilia indepe del Govern, mientras que Camil Ros se ha convertido en promotor de la medida de gracia, verbigracia indultos, de los presos del procés.

Está visto que la desindustrialización mata menos que la política; sobre todo, desde que a los líderes sindicales les preocupa menos Nissan que los ataques de lo que ellos llaman la España autoritaria. El pasado mes de julio, la propia UGT, como organización, registró en el Ministerio de Justicia la petición de indulto total para la exconsellera de Treball de la Generalitat, Dolors Bassa (ERC), que desempeñó la jefatura de UGT en Girona después de Ros. Lo que hay entre el sindicato y Esquerra no son simples concomitancias; son más bien coincidencias doctrinales; la lucha de clases, que a priori vive en las trincheras sindicales, ocupa al parecer el corazoncito de los de Esquerra, aunque a ellos la cuestión social les traiga al pairo. Los conatos de hermandad entre UGT y el republicanismo indepe viene de lejos. Empezaron en 1936, cuando el síndicato de empleados de comercio (el de Tarradellas) se integró en la central de Largo Caballero; es de suponer que los comerciantes actuaron de tapadillo, lejos de sombra de Largo, conocido en su tiempo como el Lenin español, un alago que él mismo rechazó por simple mal café.

En días feriados, cuando sobre Barcelona empieza a caer la luz, los acólitos de la fusión UGT-ERC van al Fosar de les Moreres, una colmena grabada en piedra, y arrojan su última mirada sobre los muros ciclópeos de la ciutat cremada. Ya que nuestros héroes han sido reducidos a esqueletos y que sus formas humanas son hoy columnas sin capiteles, déjenme evocar la figura luminosa de Francesc Layret (¿le gustará Homrani?), que defendió a Cataluña y a la clase trabajadora sin necesidad de mezclar palpitantes argumentos populistas, como hace la Esquerra del consejero de Trabajo. Layret fue y nosotros somos; un principio que nos hace contemporáneos, sin pasar por las horcas caudinas del soberanismo.