Desesperanza, negligencia y poca luz al final del túnel. Todo se cierne sobre la ley de amnistía, cuya aprobación está prevista para mañana jueves en el Congreso. Por debajo del gran pacto estatal se mueve el Hard Rock de Tarragona, moneda de cambio para que los comuns firmen los Presupuestos de la Generalitat para 2024, junto a ERC y PSC.

La izquierda rechaza el proyecto Hard Rock, un “Miami del Mediterráneo, un megaproyecto con derroche de agua y recursos”. Es una negativa sin advertir que la columna de la economía catalana es y será el turismo, tras la muerte por inanición de la siderurgia, la química, el textil y la marcha lenta de la economía digital, más allá de las emergentes startups.

Espero que nadie se atreva a glosar la instalación de multinacionales de alta tecnología en Cataluña, después de una década perdida y la amenaza descabellada de ho tornarem a fer, o el intento fallido de multar a las empresas que se fueron. En medio de la confusión, el president Aragonès afirma que, al margen del parque, el proyecto urbanístico no se detiene. Menos mal.  

La política se sirve hoy con una mezcla de teatralidad y locura. No hay más que oír a Jordi Turull hablando de que se acerca el referéndum de autodeterminación, después del perdón, o ver al expresidente Rajoy, liviano de barba luenga, convencido de que, si “vamos juntos, políticos, sociedad civil, jueces y medios, la amnistía no saldrá”. ¿Qué medios, Mariano?

Se cumplen 20 años y dos días desde que Aznar inventó la posverdad. El 11M, sobre un conmocionado Madrid, hirvió de heridos, sonámbulos, sangre, dolor y muerte; el “viacrucis laico” de las víctimas. Allí nació la polarización que hoy enfrenta todavía a los dos bloques. Si Sánchez no embarranca, la reconciliación catalana será realidad con un formato indeleble. Será una medida intermedia, entre la culpa y la penitencia. Es decir, que, tarde o temprano, habrá pacto tácito entre Sánchez y Feijóo y la amnistía se mantendrá cuando mande la derecha, si algún día le toca al PP entrar en la Moncloa de los sherpas.

De momento, la voz la tienen los ciudadanos catalanes: si no queremos Torquemadas y hogueras, es mejor no animar al voto soberanista. Siempre tenemos a mano el legalismo transparente del PSC o el constitucionalismo parco del PP. Lo primero es numeroso, como dicen las encuestas de intención de voto; lo segundo es torcaz, va y viene a conveniencia de Génova, 13. De momento, la desesperanza y la negligencia seguirán en la política española, donde hay más relato que sugerencia; más odas al “viento del oeste” (Shelley) que odas al “canto del ruiseñor” (Keats).

Los errores tácticos del PP son garrafales, como el de convocar desde el Senado a la Comisión de Venecia para frenar la amnistía y acabar reforzando los argumentos del Gobierno. El aire autoritario que recorre la UE tampoco sopla a favor de los conservadores. La derecha dulce, Úrsula von der Leyen, repite como candidata del PP europeo: emisiones cero, política exterior basada en los valores y una normativa empresarial más libre y regulada.

Cuando la política consigue suplantar la vida, el Estado se convierte en una máquina trituradora. El PSOE respira aliviado tras el pacto con Junts, pero las demandas que se le vienen encima a Puigdemont no pueden resolverse antes de empezar la singladura. Temeroso por la bataola judicial que se le viene encima, Junts exige una pista de despegue; sus cabezas visibles consideran que ellos mueven el timón territorial de Pedro Sánchez. Se pasan cuando dicen sin recato que quieren a Puigdemont como cabeza de lista para las elecciones catalanas. Tratan de convertir el alivio penal en un nuevo punto de partida. Pero una cosa es el perdón y otra, reincidir en la comisión de un delito.

La derecha nacionalista, Junts, está por el hard y cree que el nuevo parque de Tarragona llegará algún día, si se mantiene el plan urbanístico. A falta de economía, buena será la amnistía, el perdón indeleble, cuajado y poco hecho, como la tortilla de Betanzos.