He aquí el alarmante diagnóstico que, hace apenas unos días, formulaba mi buen amigo Joan Coscubiela acerca de la situación política que vivimos en Cataluña. Y lo cierto es que, visto lo visto, no parece exagerado. Los años del "procés" han desballestado fuerzas políticas y degradado instituciones representativas. Pero han tenido también un tremendo efecto corrosivo sobre la cultura democrática en general. Los días 6 y 7 de septiembre de 2017 vimos a una mayoría parlamentaria actuar como si su poder fuese irrestricto y no tuviese que atenerse a las leyes. Daniel Innerarity nos lo recuerda con frecuencia: en realidad, la democracia es un entramado de dispositivos y contrapesos, concebidos para impedir que una mayoría, que siempre es algo circunstancial y cambiante, pueda hacer cuanto le venga en gana. El poder judicial constituye, en un Estado de Derecho, uno de esos contrapesos fundamentales. Muy al contrario, la República imaginada por el independentismo preveía el sometimiento del poder judicial al ejecutivo. Esa pulsión autoritaria, propia de los movimientos nacional-populistas, sigue latiendo en el corazón de los partidos que gobiernan la Generalitat. Aunque la derecha nacionalista de Puigdemont presenta los rasgos más genuinamente "trumpistas", ERC no escapa a esa visión sesgada y deforme de la democracia. Prueba de ello es el embrollo en que, uno y otros, nos han sumido con el intento de desconvocar --que no aplazar-- las elecciones autonómicas del 14F.

Sería ocioso especular acerca de cuánto había de incompetencia o de "astucia" en el chapucero decreto firmado por el vicepresidente Pere Aragonés. El caso es que, legalmente, sólo el presidente de la Generalitat tiene potestad para convocar elecciones, y éstas estaban automáticamente convocadas ante la incapacidad del Parlament para investir a uno nuevo tras la inhabilitación de Torra. En un sentido jurídico estricto, la fecha del 14F era inamovible. Cabe pensar, sin embargo, que ante la situación provocada por la pandemia, un retraso técnico de algunas semanas, destinado a reforzar las medidas sanitarias, pero respetando las reglas del juego y consensuando una fecha razonable, difícilmente hubiese sido impugnado por nadie. (A pesar de la distorsión que ello supondría en la secuencia de los procesos electorales establecida por la LOREG). Pero lo que hacía el decreto no era eso: suspendía la convocatoria... y dejaba en manos de la incierta deliberación de un gobierno en funciones la realización de una nueva convocatoria, sin establecer siquiera los criterios a los que iba a atenerse. La fecha del 30 de mayo era meramente indicativa. Ante semejante cúmulo de despropósitos, era difícil que no prosperaran las reclamaciones que, inevitablemente, iban a llegar a los tribunales. Y así ha sido: el TSJC ha suspendido cautelarmente el último decreto de la Generalitat, manteniendo la convocatoria de febrero... a la espera de un pronunciamiento sobre el fondo del asunto, que saldrá el 8 de febrero, en plena campaña electoral. El lío es monumental y habrá que ver cómo lo asimila la ciudadanía.

La primera reacción del independentismo ha sido intentar sumirla en la confusión, acentuando si cabe la retórica populista. Con tonos más o menos histriónicos, Puigdemont, Junqueras, Canadell o Rufián, coinciden en una tesis: habría una conspiración contra el independentismo, formada por el gobierno de izquierdas de Pedro Sánchez y un poder judicial de indiscutible filiación franquista, para imponer la celebración de unas elecciones en condiciones ventajosas para el candidato socialista Salvador Illa. España nos roba y, además, su ministro de sanidad es indiferente al sufrimiento de los catalanes que atestan las UCI. Emoción y demagogia en vena. Decididamente, Trump ha dejado huella. Pero, en realidad, lo que ha hecho el TSJC era lo previsible: aplicar la ley. Una ley que contempla la protección de derechos y bienes jurídicos que distintas entidades y particulares consideran conculcados por el decreto en cuestión. No obstante, en la lógica del populismo resulta intolerable la injerencia de la magistratura en una decisión que emana de quienes creen encarnar el "mandato" del pueblo, por no decir que se consideran a sí mismos como los intérpretes y sacerdotes de su verdadero 'espíritu'. El pueblo contra la democracia, que diría Yascha Mounk. La democracia no existe sin leyes, sin instituciones... Pero tampoco sin el aliento democrático de la sociedad, de sus partidos y sus gobernantes. Y esto es lo que más falta. Primero se suspenden los procedimientos democráticos --¡nada menos que en lo tocante a algo tan sustantivo como unas elecciones!

Luego se descalifica a los tribunales y se vilipendia a los ciudadanos que buscan amparo en la justicia. Finalmente, a fuerza de delirios conspiranoicos, se prepara a la opinión pública para deslegitimar el veredicto de las urnas, si por ventura no resultase favorable al independentismo. Es difícil sustraerse al sentimiento de que los indicios de un cambio de escenario por el llamado "efecto Illa" no hayan sido determinantes en la maniobra de un gobierno al que, según Enric Juliana, "le tiemblan las piernas" ¡Y aún hay quien se enfada cuando establecemos una analogía con lo que ha sucedido en Estados Unidos! 

Muchas son las incertidumbres que pesan sobre las próximas elecciones catalanas: desde las propias condiciones de su realización hasta, por supuesto, sus resultados. Es significativo que el último barómetro electoral del CIS, cuyas proyecciones se verán sin duda zarandeadas por muchos avatares en las próximas semanas, indique que prácticamente el 40% de las personas encuestadas no tiene aún decidido su voto. Una de las pocas certezas que cabe aventurar es esta disyuntiva: o bien la sociedad catalana, a través de su voto, envía un mensaje claro para que sus representantes pasen página de la fracasada agitación del último período y se centren en la reactivación económica, la urgencia social y la recomposición de la convivencia... o bien el enquistamiento del conflicto político, gestionado para perpetuar el poder de una mesocracia sin proyecto, sumirá en la decadencia a un país cansado, irritado y ensimismado. La degradación de las formas democráticas constituye un aviso muy serio.