El independentismo ha hablado tanto en nombre de Cataluña que ha acabado perdiendo el país. Ya no está. Existe una geografía, claro, un territorio, pero no está gobernado. El secesionismo ha renunciado a gobernar y sólo busca cómo seguir adelante con nuevas tretas, con zancadillas entre los dos socios, con el propósito de mantener el poder y con el cinismo de saber, pese a esos reproches en público que se repiten cada semana, que deberán gobernar otra vez juntos.

Con ese convencimiento, Junts per Catalunya (JxCat) y ERC han decidido aplazar las elecciones autonómicas, que ya no serán el 14 de febrero, pese a que esa fue la fecha que acordaron tras la inhabilitación del presidente Quim Torra. Es el mayor despropósito que se podría cometer desde el Govern en estos momentos, porque la excusa de la pandemia no parece creíble. Aunque el peligro existe, aunque se correría un riesgo evidente, en la balanza en estos momentos en Cataluña debería pesar más la formación de un gobierno sólido que supiera cómo gestionar los próximos meses, que serán vitales para asegurar o no una recuperación económica y salvar a los sectores más afectados. Podría ocurrir, cierto, que la participación fuera baja, ¿pero es mejor estar casi todo un año sin gobierno, otra vez, sin presupuestos, sin iniciativa política, y lo que es peor, con un pulso soterrado y público entre dos socios políticos que no se soportan?

La cuestión es que el país no importa para el independentismo, y la paradoja es que se ha querido convencer a la sociedad catalana de que era necesario tener un Estado propio para poder ofrecer mejores servicios y oportunidades de futuro. Por el camino, Cataluña se ha perdido. Y ha aflorado una sociedad civil débil, pero todavía viva, que no se resigna, identificada con las patronales y los sindicatos, además de otros foros económicos y entidades. Sólo ese poder civil logrará salvar un territorio que lo ha tenido todo durante años y que mantiene una potencialidad enorme para encarar el presente siglo.

Hay que volver a Tarradellas, a sus colaboradores como Josep Maria Bricall y a dirigentes como Romà Planas, de quien aprendió Salvador Illa en La Roca del Vallès en su etapa de concejal. El tarradellismo trató de inculcar una idea todavía no resuelta en la Cataluña contemporánea: el país ya existe, no hay que hacerlo, lo que se debe hacer es gestionarlo, con inteligencia, buscando acuerdos transversales, con estrategia y hombres y mujeres formados que sepan lo que tienen entre manos. Nada más simple, nada más complejo. Es cierto, y no nos engañemos, que hay espacios de gestión que toparán con corsés competenciales. Pero también lo es que nunca se han buscado de verdad negociaciones posibilistas con los gobiernos centrales de turno. En todo caso, hay que trabajar y no quejarse antes de que esos choques puedan llegar. El gran problema de la llamada dirigencia catalana, del nacionalismo que ha gobernado Cataluña, es que lleva de vacaciones cerca de 15 años. Ni hay pericia, ni deseos de buscarla allá donde se encuentre.

El país sigue adelante porque la inercia se mantiene. Hay tejido económico, talento, una sociedad que resiste. Pero lo más importante en este momento histórico de la evolución económica no es la resistencia, sino la visión de futuro, la anticipación frente a otros territorios que persiguen la excelencia y corren a toda velocidad. En Cataluña el fracaso escolar es aterrador; el estancamiento es una realidad desde hace más de diez años, y es preciso un impulso que debe llegar desde el poder político, en clara complicidad con los actores más activos de la sociedad.

Con todo a favor, con una gran base social, el independentismo ha entrado en su propia decadencia y arrastra con él a todo el país. Ya no es capaz de impulsar nada, pero tampoco sabe rectificar, y ha logrado ahora, con el aplazamiento de las elecciones, instalar un peligro escenario: meses de agonía, cuando se necesitaba, precisamente, la mayor de las energías. Lo que no son capaces de ver esas dos fuerzas políticas es que se puede generar una bola de nieve que las acabe arrasando. Y luego llorarán y lo lamentarán.